La línea del Afuera




Me he preguntado por el empecinamiento de Giordano Bruno en defender unas posiciones tan aventuradas como la reencarnación o la eternidad del Universo que le conducen hasta su muerte en el Campo dei Fiori aun cuando aquel mismo día aún intentan sus justicieros que se retracte y según cuenta Attali incluso en el momento casi final que se encuentra ya atormentado por el fuego y el humo asfixiante rechaza una cruz que le tiende el Verdugo. Hay en Giordano Bruno una determinación final por la muerte que viene a cerrar una vida llena de contratiempos y dificultades por ir contracorriente de la rígida cultura eclesiástica que impera en todo el siglo XVI en Europa, y del rancio escolasticismo de las Universidades europeas que Bruno visita y en las que ocupa cátedras temporalmente, Londres, Alemania, París,o en las que dicta conferencias y publica sus obras. Lo que más me inquieta es que pasen más de siete años en los que Giordano Bruno vive olvidado aunque arrestado en Roma y finalmente sea conducido a la hoguera del Mercado para allí constituirse en símbolo del libre pensamiento y víctima de la Inquisición más atroz por su propia testarudez o simplemente por no encontrar una alternativa de vida o vía de fuga creíble.


Parece como Sócrates un espíritu entregado a la causa del pensamiento libre y la independencia del juicio y cuando su cuerpo va envejeciendo encuentra menos razones para no sacrificarlo por una vida que se presenta cada vez más sin sentido, pues no podemos pensar a Bruno defendiendo desde su renovada fe la virginidad de María o el geocentrismo cuando años atrás había defendido la libertad sexual o la infinidad de sistemas solares de los que nuestro sol sólo era otro más; también resulta imposible imaginar a Sócrates con setenta años abandonar su ciudad clandestinamente y quizás encontrar la muerte en alguna emboscada.


Dejó escrito Giordano Bruno en un tono que precede al Romanticismo o al simbolismo francés que nada hay en nosotros que no nos llegue a resultar alguna vez extraño, tan extraño como si fuera absurdo o de otro, pero también nada de lo extraño y de lo ajeno que no llegue a ser de nosotros mismos. Al subrayar que la Naturaleza del Universo es un infinito en cuyo interior está Dios, y que el alma de cada individuo es Dios que pasa de cuerpo en cuerpo se deduce e infiere que el hombre no es un ser dotado de una membrana exterior que lo separa del resto de las cosas, pues como señala literalmente "nada hay en el Infinito que sea exterior a él mismo, él es la fuerza, la identidad que rellena el todo e ilumina el universo". De hecho tuvo una intuición formidable cuando pensó el universo compuesto por un numero limitado de letras o de puras formas geométricas de cuya combinación surgirían todas las especies y todas las cosas.


La modernidad de Bruno es fulgurante: todo está en todo, no existe en puridad por tanto el par de dentro/fuera, pues todo está plegado, replegado, implicado, complicado, explicado. La línea del afuera está plegada en el interior de nosotros, nos constituye, nos hace saltar. El cuerpo se ve afectado en el espacio por algo que no le es totalmente externo y se extiende en estrella, en la sal, en el agua, al mismo tiempo que la estrella, la sal y el agua se ligan y repliegan en el cuerpo.

Sufrió Bruno como Spinoza en sus carnes la represión de los agentes de la Molaridad y del sentido Único que reprenden todo nexo, conectividad y ligación por una imagen custodiada como un icono procesional, una tradición que responde a todo un gusto por una identidad única y eterna que es el alma personal guardada y cobijada bajo las ropas como quien posee una bolsa de florines, su auténtico tesoro personal inexpropiable. Ahí radica la fuerza centrípeta del darwinismo social que alumbra sin embargo la imagen de un Dios hecho a su propia semejanza que le reserva una mesa en el paraíso. Este afán de ser único y diferente es según Nietzsche lo propio de las fuerzas reactivas que niegan el devenir; y contra ellas y su espíritu de la pesantez y de la repetición no cabe sino oponer el gozo de lo que no retornará nunca igual, el eterno retorno de lo otro, de lo ajeno, de lo extraño, que es a la vez lo más propio y lo más íntimo, el retorno de la sal, del agua, y del fuego en el que arden los cuerpos.