De consolatione

    El Rey Ostrogodo Teodorico pactó con su enemigo el emperador Odoacro, que había sido lugarteniente de Atila, poner fin al asedio de Ravenna a cambio de repartirse el imperio occidental de Roma. En el banquete de paz lo acuchilló con sus propias manos y después quitó le la vida a su mujer y a sus dos hijos. Este sujeto, Teodorico, reinó durante décadas aunque poniendo en su contra a Zenón rey de Constantinopla que azuzó a los galos para que acabasen con él. Boecio es un romano, miembro de una prestigiosa familia patricia que ha dado un Papa y dos Emperadores, que va a ser nombrado por Teodorico para sucesivos cargos de administración en la ciudad de Roma, que ya no es la capital, lo que desempeñó con acierto y discreción lo que le elevó a ocupar un puesto similar al de ministro de interior. Sin embargo la verdadera afición de Boecio, su verdadera preocupación fue siempre la cultura anterior clásica que se empeña en rescatar del olvido, organiza el Trivium y el Cuadrivium, y traduce al latín los diálogos de Platón y los textos aristotélicos que Sila en Roma poseía salvados in extremis de la quema de la Biblioteca de Alejandría. Después de una carrera pública ejemplar el infame Teodorico, para apaciguar una amenaza de Zenón, ordena de forma totalmente arbitraria e injustificada la muerte de Boecio y de otros ministros.


    Boecio en la cárcel se sabe condenado a muerte y escribe el diálogo entre él y la Filosofía, personaje alegórico femenino que se le aparece para aclararle el problema del destino, de por qué los malvados logran recompensa y los justos no. Filosofía intenta suavizar su aflicción demostrándole que la verdadera felicidad consiste en el desprecio de los bienes de este mundo y en la posesión de un bien imperecedero, que coincide con la Fortuna universal que gobierna todas las cosas. 


  Todos somos Boecio, todos estamos condenados a morir; y todos necesitamos de la Consolatio de la Filosofía ante los reveses de la fortuna. Nuestra sociedad de la Queja y del espectáculo de la queja, que además vive de espaldas a la consideración del hombre como un ente finito e imperfecto, ha construido un enorme paraguas donde dibuja el Mito del Progreso Indefinido del Hombre o su esperanza en la resurreción de entre los muertos. Y el más mínimo revés nos hace sentirnos injustamente tratados por la vida. Anteponemos la razón y desconocemos la necesidad, nos obsesionamos por el control y nos horroriza la ocasión o la apertura. Si miramos atrás en la historia, la vida de Boecio es una más de entre los miles de hombres que han sufrido en sus carnes la injusticia, que han perdido la vida no por una enfermedad sino por una decisión dictada por la Justicia del Tirano, sobran los casos: ya por la agonía de la democracia de Atenas como Sócrates, Oscar Wilde apresado por la justicia de los bien pensantes, ya Giordano Bruno y la Inquisición, ya Hipatia apedreada por los monjes parabólicos, o F. Dostoyevski envuelto en una trama y exiliado a Siberia por la Teodicea del Zar de Rusia.

    Evidentemente la vida es un proceso de demolición como bien escribió Fitzgerald y nuestros ideales se consumen lentamente a medida que los simulacros ascienden hasta la superficie y lo inundan todo. Todo el reino de la Idea ha caído suplantado por la tiranía del Poder que hace pasar los crímenes por golpes necesarios de la Fortuna. Es un Nomos corrompido y disuelto (en falacias y ambivalencias donde nada quiere decir lo que debe decir) por este submundo de simulacros, de seres casi únicamente materiales, estrictamente moleculares, que de la palabra sólo captan lo literal, que de la representación sólo acogen el aquí y el ahora del gusano, que no conciben más proyecto que la autosatisfacción de los instintos. 
Lo que es de la Naturaleza es de la misma, el reino de la fisis con sus fuerzas y leyes resulta siempre paradójico, absurdo, inocente y cruel al mismo tiempo. Pero la ciudad que construye el animal fracasado que es el hombre en el claro del bosque pertenece a otro reino, al de la Idea, al del Sentido, y en él se puede enderezar la curva natural hasta lograr una casi recta perfecta, se puede suscribir el protocolo casi ideal para el Amor, la Justicia, la Paz. Si existe la ciudad y el Nomos es porque se separa completamente diferenciándose de la Selva y de la Fisis. Conviene entender esta regla misma del ser de la ciudad: el caracter Ideal y por tanto la consideración del Hombre no como una suma de deseos que comprar sino como un espejo de las Ideas, la geometría proporcional que exige frente a los empujones de los intereses y las manías, el desborde de lo individual por el sentido de la Polis. 

    Las dificultades son enormes: desde dentro por el caracter vivo de todo sistema incluido el de una legislación o un conjunto de reglas sobre la vida que obliga a poner permanentemente todo en cuestión una y otra vez, a modificar las definiciones y a alterar los cierres categoriales, lo que sólo se consigue si se es un poeta, si se dispone de una legión de poetas legislando la ciudad, lo que dista mucho de los gestores nuestros que evalúan todo por el pragmatismo de los resultados y de las consecuencias. Hay más peligros, los sofistas embaucadores que falsifican todos los códigos, pero también los derrotistas del sino, que confunden la fisis y su necesidad con la Justicia, que aceptan la muerte de la Idea como si esta fuera dictada por la Naturaleza y no por la Tiranía.