Más allá del nihilismo

Para Laura Jiménez, por tantas cosas que fuimos.

Descartes describe el saber como un sistema unitario que compara a un árbol con sus diferentes ramas que serían las disciplinas como la biología o las matemáticas que brotan del tronco común que es la Física. Si pedimos que los alumnos dibujen un árbol, cada cuál realiza un trazo de su idea de árbol, con más o menos altura, más o menos hojas, pero nadie dibujará las raíces, a pesar de ser el fulcro necesario que sujeta y alimenta al árbol. Las raíces son la metafísica, base y sustancia del saber. "Porque no se ven" se argumentará, justamente por esto, porque no se ve, porque está más allá de lo físico, de lo que percibimos como ciencia o ámbito científico, no somos capaces tampoco de percibir ni comprender la importancia de la metafísica que constituye la raíz del saber.  El más allá de lo visible y empírico, la fuente misma desde la que comenzamos a pensar.

El fin de la metafísica tiene un momento preciso, acontece con la muerte de Dios, aunque su lugar sea rápidamente ocupado por la Razón, cartesiana analítica, que otorga la supremacía al cogito, por el que quedan arruinadas la identidad del yo, del Mundo, y la esperanza de un Dios ajeno y cada vez más lejano. El nihilismo en una de sus formas, la que utiliza Nietzsche a martillazos, deshace a la vez la entidad de Dios, del Mundo (y por tanto del lenguaje y del saber), y del yo. Freud se encargará de asestarle su golpe de gracia al yo heredado del carro alado. 


El árbol con Deleuze se convierte en rizoma, en raíz que prolifera casi como un tumor cancerígeno, sin control, red que deja indeterminados los elementos en beneficio de una meseta o un plano que pueblan dispersos sin identidad ni coherencia. Paradojas del sentido común, no se conquista la libertad sino al precio del león, es decir, al precio de sentirse solo, de conquistar un desierto, que está fuera y dentro de nosotros. No se vuelve uno nómada sino al precio de perderlo todo literalmente salvo el camino, y el encuentro, el robo y el don, al modo en que Ulises viajara sin esperar Ítaca al final del viaje. 

Para que el niño Dionisos juegue a los dados, y nazca así el superhombre que juega a crear valores nuevos, es preciso que justamente el león muera, y con él su memoria, y sus proyectos, pues es preciso que lo antiguo muera para que lo nuevo nazca, y crezca. Por ello este tiempo ya no es tiempo del yo, el superhombre pertenece a Aion, y ya no a Cronos, en él el futuro es solo eterno retorno en el que ni el yo ni las mismas cosas volverán. 

Este nombre equívoco vale porque cifra el caos, la indiferencia, y la muerte, pues retornará otra vez lo otro como una libertad para el fin de un mundo. No es el yo el que retorna, ni peor, tampoco tú, y será preciso evitar abismarse en los ojos de la mujer que amas y aprender a nadar a través de ellos hacia regiones desconocidas. Así tras la casa destruida por el paso del tiempo, (por las pasiones volcánicas que destruyen la porcelana, por los simulacros que se alzan contra toda idea de bien y de amor y de hogar que quisimos levantar a pesar de la grieta que veíamos se rasgaba irreversible y evidente como toda vida y su proceso de demolición), no se esconde el caos, sino un cuerpo sin imagen representativa que es esa raíz metafísica, ese algo invisible, imprevisto e inaudito, que es fin y principio de la nada, allí donde la nada se torna principio para otro comienzo. 

El ser en acto guía como un motor inmóvil pero atrae como el fin. Porque se desea la muerte, porque ella se vuelve nuestro deseo, la meta y el fin de la vida, siempre que se tenga el coraje de escribir tú nombre en el cristal con el vaho o en la arena con la espuma despreciando el buenismo y la esperanza, deshaciéndose del bastón preedípico de la autoayuda y la religión, nicho para las supercherías, sabiéndonos sin raíces ni espesor, sin profundidad ni altura.  Pero el coraje de soportar el vaho y la espuma solo viene dado por la verdad del nihilismo que es la pura Idea del Mal. Último escalón a superar de los hipócritas, la máscara final que reporta algo de consuelo tras el dolor de la nada, es la alegría del árbol al saberse violín y luego música y luego eco, como la risa del nómada que es la expresión de la cuarta persona del singular, o del valor intemporal del infinitivo por el que no se deja de vivir o de amar nunca, allí donde tampoco se muere, como bajo una especie de eternidad.


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