30 Años sin Deleuze

 

30 AÑOS SIN DELEUZE

Después de terminar los estudios de Filología Hispánica yo pensaba con cierta razón que la crítica o la teoría literarias eran un cajón de sastre lleno de etiquetas, de opiniones preconcebidas y de parches de remiendos culturales. Lo mejor que yo había estudiado era sin duda el estructuralismo con autores como Propp,  Bremond, que habían aislado y mostrado elementos que configuraban las vigas de los objetos artísticos, los ladrillos del lenguaje narrativo, la urdimbre de los textos. Roland Barthes había ido más lejos al expresar una fórmula, la muerte del autor, que ya no se podría borrar de mi mente. Pero el estructuralismo adolecía de rigidez, olvidaba la evolución de las series en su empeño de fijar modelos, no podía comprender la vitalidad poética del pensamiento. Pronto colapsó en su propia deconstrucción. A la par que él, el psicoanálisis languidecía atrapado en su propia dinámica de hundimiento en un código autorreferencial.

Será sin duda Deleuze una total revolución en aquel panorama. En su último artículo de unas pocas páginas publicado pocos días antes de morir «L'Immanence : une vie... », decía el parisino que la vida de un pensador, de un creador, se debía dibujar de un modo empírico, aislando las fuerzas, señalando los obstáculos, los centros de atracción y los caminos nuevos que supo trazar.

Esa cartografía debía detallar por un lado los impulsos y pulsiones, y por otro lado los marcos teóricos que se prescriben, los códigos formales de las grandes Obras previas que gravitan. Así mostraría al pensador a la manera de Ulises, como un viajero o un descubridor que vaya desvelando un devenir desde su propio deseo enfrentado a peligros y trampas. En este trance resultaría un mapa de experiencias con sus hallazgos o fracasos, con las nuevas vías que supo abrir sobre esa montaña o los refugios que tomó, o los retrocesos en pos de Ítaca.

Esta idea de cartografiar era novedosa pero respondía a la necesidad y exigencia de Wittgenstein de comprender las obras de una vida, también las literarias, como acciones en una práctica social, necesariamente por ello ética y política. Comprendimos que una teoría, un poema, o un cuadro, son en primer lugar una jugada que se inscribe en el juego social de la cultura, del pensamiento o del arte, al que violenta, transgrede, -como en el caso de Baudelaire-, o simplemente actualiza (repite unas series de éxito), pero esa jugada traspasa el campo propio del arte para ser una acción en la cultura y una creación de sentido; es por ello que la Poesía sólo lo es en la Historia.

Con Deleuze aprendimos a poner la literatura y el pensamiento en relación con la vida en el sentido nietzscheano, a preguntarnos qué valores afirma, qué fronteras desplaza, qué reglas desafía, o también en qué agujeros se hunde, en qué trampas se tropieza, porque “Ecrire n´est certainement pas imponer une forme (d´expression) à une matière vécue (….)” sino que es una cuestión de devenir, es un proyecto de salud, de resistencia, es una apuesta de sentido inmanente, de creación de nuevas posibilidades de vida.

 Crear este modelo como desarrolla Deleuze en Kafka para una literatura menor, que cartografía la vida como un mapa sobre el que se dibujan las líneas molares de identidad colectiva, las líneas moleculares de deseo, las líneas de fuga que emprendemos como vías de liberación, exige dos pasos que dimos con Deleuze sobre el abismo: el primero es sacar el deseo de la clínica, es decir, el deseo no es edípico ni familiar, es material, es político. El sujeto ata su deseo al agenciamiento social y su doble pinza de articulación en códigos y territorios. De Hjelmslev extraerá Deleuze el esquema de forma y sustancia de la expresión de los códigos y forma y sustancia del contenido de los territorios que anima Mil Mesetas (y que es la línea nueva aunque cargada de dificultades que podrían seguir posteriores trabajos de una crítica que podríamos llamar deleuziana que estaría lejos de conformarse con el lema posmoderno de todo es lenguaje).

El segundo paso es la idea nietzscheana de que nunca hubo arte sino tan sólo medicina. El artista es, dicen Deleuze y Guattari, médico de la civilización, y es su misión ponerse la bata blanca y el estetoscopio para así evaluar los síntomas neuróticos que se manifiestan en los cuerpos sociales.

 Deleuze revela que hay una sociedad sin apetito, adormecida, embrutecida por la banalidad que difunden los medios, diagnostica el mal del siglo que muestra variada patología, el tedio y el aburrimiento, el deseo enclaustrado en las salas de consulta, la desesperada búsqueda pueril por encontrar un padre que nos redima de la culpa y la angustia, pero existen eso sí excepciones culturales, notables ejercicios salvadores, obras escritas como empresas de salud.

 Aquí se desvela el canon de Deleuze compuesto de sus obsesiones personales, de sus lecturas más reparadoras; desde un casi desconocido Sacher Masoch, donde fulgura el masoquismo como una deriva de la imaginación redentora, hasta la novela norteamericana de Scott Fitzgerald, Henry James, o de Melville.

 En estos autores Deleuze encuentra una medicina que cura del aburrimiento y del miedo, son autores que no hunden a sus personajes ni los “hacen rebotar contra la pared”, son obras que surcan los océanos en la locura monomaníaca de Melville, o a la búsqueda de otros mundos como Malcolm Lowry. Son autores excesivos que sin duda traspasaron los límites huyendo como Bartleby de la escritura de encargo, que persiguieron líneas de fuga por territorios donde se alimentan las pasiones con toda la fuerza de lo virtual y potencial como despensa de lo posible.

 La estética deleuziana es teoría de los procesos de salud que el arte en tanto que medicina o clínica es capaz de proponer y emprender ante las enfermedades que asolan las sociedades humanas. El diagnóstico de Deleuze revela como los distintos socius económico políticos encierran la energía deseante en sus formas de organización, bloqueando y subordinando el deseo bajo una doble articulación: la codificación de los lenguajes, y la territorialización de lo visible. De ahí surgirá el concepto de máquina literaria como máquina de guerra capaz de crear líneas de fuga que creen otros códigos y otros territorios, y el análisis esquizo de la literatura que llevará a la práctica en la segunda parte de Capitalismo y Subjetividad, Mil Mesetas.

Pero hay también en Deleuze una precisión sobre esos devenires como posibilidades nuevas para la vida que emplaza a superar a Kant y a renovar toda la estética romántica.



 Inmanuel Kant había sentado las bases mismas de la teoría estética señalándola como la operación del conocimiento en la que se sintetizan las determinaciones conceptuales y las espaciotemporales, es decir, la operación en la que salimos de un concepto lógico para atribuirlo a un espacio y tiempo. Lo que el concepto comprende, o expresa de forma general, abstracta, lógica, adopta una tintura estética como una visión propia y particular cuando se atribuye a un tiempo y espacio singulares, mediante unos personajes que animan la idea, o por medio de los colores y las figuras salidos de la paleta del pintor. La universalidad del concepto, que es desde Aristóteles santo y seña de calidad del conocimiento silogístico y lógico, se transforma estéticamente adquiriendo un color particular, un rostro, un tono, y no faltan estos grandes autores que saben inyectar los conceptos en su obra como si fuera un sistema vivo para que los personajes sean casi independientes y así extraer, quién sabe, la fulguración de algo nuevo.

Pero vemos que en esta definición de lo estético aunque ya no necesitamos utilizar la problemática noción aristotélica de mímesis,  se mantiene una relación equívoca con la vivencia cuando se confunde ese hacer vivir del concepto en un tiempo y espacios propios con el relato biográfico. El equívoco con la vivencia se produce además en la medida en que, como señala Kant, el espacio es una forma bajo la cual nos llega lo que nos es exterior y el tiempo una forma de lo que nos es interior, de forma que cada uno de nosotros va fabricando a medida que vive un álbum de fotos en el que ordena sus recuerdos interiores, incluso el presente que pasa, y las imágenes externas ¿Cómo evitar que la creación artística no sea algo más que esta repetición de las vivencias del yo en la que no se nos ahorra nada, ni la crueldad ni lo más pueril, para regocijo de la fiel concurrencia.



Deleuze recorre el camino que traza Kant pero da un paso más: la estética no sólo exige introducir el concepto en un espacio y tiempo vitales, sino que es preciso que el mismo sujeto se fracture en el tiempo y en el espacio. No un personaje en su espacio-tiempo, sino el espacio-tiempo en su (s) personaje(s), tiempos y espacios que arrastran a los personajes pues representan afectos exteriores y devenires internos del sujeto. Y lo que importa es esa relación del sujeto con lo otro en un escenario que no es uniforme como hubiera presumido Descartes o Galileo. Ahora el espacio exterior es también interno al sujeto puesto que es lugar de encuentro con lo otro, con lo que (nos) acontece, y ello supone afectos que nos cambian, que nos transforman, que nos hacen salir de nosotros mismos. Es preciso invertir a Kant y su embudo para que en la cima o corona se sitúe el ser espacio-tiempo, no el personaje, son perceptos y afectos.

Los perceptos y afectos son noemas, son esencias, son conjuntos de sensaciones que el artista es capaz de capturar y retener en su obra.  El arte ha dado prodigiosos ejemplos de estos viajes alucinados, de estas metamorfosis insólitas. El beso en el que Klimt liga dos cuerpos que se oponen y se funden parcialmente, o el grito de Munch en el que es reversible el par dentro-fuera, expresión-expresado, también el devenir de Gregor por los afectos de las presiones familiares en Kafka, o por último la videncia de Proust de un Combray que el sabor de la magdalena actualiza al repetirse en la memoria y dar a luz otro Combray no menos real.


Dos principios o concepciones estéticas guían entonces las propuestas que Deleuze refiere a la cultura o a la escritura: la estética como teoría de la sensibilidad, que culmina en teoría del ser de lo sensible, y la estética como clínica, como empresa de salud.

 Ahora bien, es preciso que estos dos principios estéticos sean puestos a la luz de los proyectos generales de la inversión del Platonismo, de la inversión kantiana, y de lo que sin exactitud me atrevería a llamar aquí la inversión de Marx. Tres proyectos que constituyen el fondo del pensamiento deleuziano y están en el origen de sus ideas estéticas. Relacionar estos conceptos con su origen filosófico supone trazar la Genealogía que permita evaluar el valor de esos dos conceptos, evaluar el valor de esos dos valores.

 En primer lugar la inversión del sistema platónico de idea, copia y simulacro, significa poner en pie a los simulacros. Significa derribar a Platón. Deleuze hace caer la Idea a la superficie, y así la identidad y el modelo resultan derivados y secundarios respecto a la diferencia o el simulacro. Esta inversión se evalúa por sus consecuencias: el estatuto verídico de la narración se falsifica pues todo origen o verdad original es ya copia de copia, o mejor copia de simulacro que finge o se pretende único e irrepetible, la hermenéutica de la presencia se convierte en celebración de la repetición, parodia festiva de teorías y modelos, farsa en la que el sentido deja de habitar la Identidad del sustantivo, y se anula la atribución ontológica de los adjetivos. Sólo el verbo resiste este barrido del lenguaje, infinitivo como cuarta persona del singular que dicta el sentido del acontecimiento.

 La inversión del platonismo está en estrecha relación con el proyecto de invertir a Kant. El embudo kantiano que anuda al yo lo fenoménico se invierte para situar la inmanencia del ser anárquico y nómada que se expresa o despliega a través de la diferencia y la repetición en la cima o corona ontológica. Así el yugo que sometía el conocimiento y la sensibilidad a la Representación, a la mera recognición de un sujeto que juzga el fenómeno mediante la identidad, la semejanza, la oposición, la analogía, es desactivado, el tribunal de la razón kantiana cede su sitio a los bailes de la diferencia, a las canciones de la repetición, para un sujeto liberado de la culpa, o del peso de ser siempre él mismo.

 Por último en lo que llamo ahora proyecto de inversión de Marx. Deleuze deja caer la sobreestructura sobre la infraestructura y trata la primera como codificación y la segunda como territorialización. En estricto sentido, por tanto, el proyecto filosófico de Deleuze no invierte el orden de la sobreestructura y la infraestructura marxiana sino que hace caer a aquélla sobre un mismo plano de inmanencia en el que ahora se disciernen la codificación y la territorialización, la doble pinza de los agenciamientos de los códigos y los territorios cuyo devenir ya no se somete a la historia de las luchas de las clases sociales sino a los movimientos de desterritorialización y descodificación. Aquí Deleuze y Guattari efectuán un prodigioso análisis del agenciamiento Estado que codifica las formas de la expresión y del contenido, y territorializa las sustancias de la expresión y del contenido, según el paradigma de Hjemslev, pero también de las líneas políticas, sociales, o estrictamente estéticas, de descodificación de la forma de expresión mayor del socius a través de la lengua de las minorías, y de descodificación de las formas del contenido mediante los devenires nómadas, como a su vez de desterritorialización de la forma del contenido axiomático del Estado y del Sujeto mediante las nuevas formas del contenido que articulan las minorías marginales, y de desterritorialización de la sustancia del contenido de los espacios nómadas. Complejo esquema que sintéticamente es análisis de las líneas de control y de las líneas de fuga que surcan los dispositivos de poder.



De esto trata la genealogía de las ideas estéticas, de la evaluación de los valores estéticos, y de que valen los valores de Platón, Kant, incluso Marx si los dejamos como están, y de los nuevos valores políticos, sociales y estéticos que se crean tras el trabajo inconmensurable de Deleuze para capturar a Platón, Kant y Marx, girarlos, invertirlos, y asentarlos de nuevo para que funcionen de otra forma y sean algo más que la ruina de la deconstrucción.

 Y de todos los nuevos valores que se generan destacaría aquellos que conformarían el programa de una nueva estética.

 Un programa estético que se desarrolla en cuatro puntos: El desarreglo de los sentidos para sentir y percibir no lo que nos dicta nuestra conciencia intervenida por los dispositivos del poder, o el mero concepto lógico de una representación plana de lo fenoménico, sino justamente la diferencia, en segundo lugar el yo autor que es otro, que es múltiple, que es autor de una colectividad, de un pueblo incluso aunque se constate que falta, en tercero el tiempo fuera de sus goznes que impulsa la creatividad a algo más que a la estética de repetición para el consumo, y en último lugar reinventar la vida, en definitiva, desde la creación estética y política para conquistar nuevas condiciones para la vida humana, la única y última praxis de resistencia, pensar los nuevos devenires que han de transformar el mundo.

 El programa camina como una intelección general antihegeliana que sobrevuela todo, pues invertir a Platón, Kant, Marx, es además y sobre todo negar a Hegel, arrancar el pensamiento político y estético del delirio del sujeto hegeliano, de su demencial sistema, de su Dios Estado.

 Quizás por ello este espíritu antihegeliano se aliena finalmente en el programa estético que bien podría también denominarse manifiesto de una estética antihegeliana. La diferencia frente a la contradicción, el yo múltiple frente al sujeto histórico, la repetición del tiempo o el devenir frente al final de la historia, en definitiva la proclamación de reinventar la vida contra las falsas transformaciones de la dialéctica que dejan indemnes al Sujeto, el Sistema y el Estado.

 Reinventar la estética para reinventar la polis, y así reinventar nuestra vida en el mundo.

 



ARISTÓTELES: PRAXIS.

Algunos historiadores como Jaeger sostienen que las transformaciones económicas y políticas del siglo V en Grecia, el fin del vasallaje y la necesaria unión política y militar de los hombres libres para hacer frente a los persas, dieron lugar a una visión nueva de la vida, a un nuevo marco dónde surgirían la sofística y el diálogo socrático. Ambas corrientes se preguntan por el ser, pero sobre todo nacen porque resulta imprescindible reflexionar sobre la justicia, sobre la guerra, sobre la virtud. 

Cierto que Platón hace decir a Sócrates que se le ha olvidado qué es la virtud, y que aunque los atenienses creen saber qué es la virtud cuándo Sócrates les pregunta ya provoca la ruina de ese saber supuesto. El que no sabe nada, pero sabe que no sabe nada, que es un comadrón, estéril, incapacitado para parir, para engendrar saber alguno acerca de esas cosas que su mala fama le atribuye, es con sus preguntas quién hace ver que los demás no saben que no saben.

En cierto modo hay siempre en el hombre en todo tiempo una sensación de pérdida del origen, de expulsión del paraíso, nostalgia de haber perdido el hilo, de que antes había verdaderos sabios o reyes, como ya estaría diciendo Platón, de Solón, de Pericles, o de Parménides y que lo hemos echado a perder. No faltan diferentes versiones míticas que van desde el paraíso perdido, el mito del buen salvaje, o la mitificación de una supuesta naturaleza perdida o transformada por la cultura.

Aristóteles sostiene en la política que no existe nada parecido a una naturaleza humana salvaje que la ciudad amansaría para conseguir su adaptación, el hombre transforma la naturaleza a la par que adapta su propia naturaleza a la ciudad. Para Aristóteles solo hay hombres en la ciudad, y fuera de ella, bestias, o dioses, y la ciudad es justamente la naturaleza transformada o perfeccionada por la técnica. No hay un antes de la técnica, como no hay un hombre antes del hombre, como no hay una ciudad antes de la ciudad. La ciudad pone los fines, la técnica los medios. La única forma de acceder a la naturaleza humana es mediante la capacidad política que en cada momento tenemos para modificarla.




Aristóteles distingue Poiesis y Praxis, lo que podríamos traducir como creación y práctica. Poiesis como producción o jugada y Praxis como reglas de la ciudad.

En un ejemplo muy sencillo, cuando jugamos a un deporte, o conducimos nuestra moto por la ciudad, estaríamos realizando acciones con el fin de desplazarnos o de entretenernos, inscritas en un código de reglas de conducta. Siguiendo el razonamiento aristotélico no hay un juego antes de las reglas, estas hacen posible el juego, o son el juego. Aunque las reglas por sí solas no bastan, hacen falta jugadores que hagan juego. Podemos aprender reglas de tráfico de la ciudad durante años a nivel teórico sin que hayamos jamás aprendido a conducir. 

Un adolescente que robe una moto, un enfant terrible, cree poder jugar sin reglas o sin aceptar las reglas, pero se equivoca.  Las reglas pueden ser en este caso posteriores en el tiempo, primero arranca y luego va aprendiendo a circular aunque lógicamente y ontológicamente es anterior, es la ciudad la que hace posible las calles como la técnica ha hecho posible la motocicleta. Pero sin embargo sí se cumple que aprendemos mediante la acción, tanteando, o por imitación, descubriendo aquello que son cómo  las reglas en este caso implícitas que nos permiten llegar a buen puerto nuestro viaje o ganar nuestro partido.

P. Bourdieu en su trabajo la distinción presenta una muestra de nativos franceses que juegan a un juego 1 con reglas exclusivamente implícitas que han aprendido de manera enteramente práctica: sus jugadas consisten en preferir esto a aquello, en encontrar fino o soez o vulgar tal forma de vestir o tal palabra, en suma gustarles más o menos esto que aquello. Que me guste un alimento o un tipo de casa no tendría otra explicación posible que la de que yo soy así, y si alguien me viera comiendo eso que aborrezco o en un barrio que no me gusta diría que ese no soy yo. Parecería que lo que me gusta o no es fruto de mis sentimientos, y son indiscutibles. Alguien me puede hacer cambiar de pensamiento pero no de sentimiento. Eso es imposible, pues no obedece a razones, es algo semejante a la inspiración del buen poeta o del buen músico. Sale o no sale, es su estilo, su manera de sentir, aquello que uno lleva dentro. No se puede programar. Así sienten los nativos. Nos sentimos poetas, creadores, originales, Poiesis (productores). Así sienten los nativos.

Y en esto llega el sociólogo de campo y se limita a registrar en su cuaderno, explícitamente todo aquello que para los nativos obedece a unas reglas implícitas sin explicitación, (No sabría decir por qué pero me gusta tal o cuál cosa). La encuesta presenta también tres temas musicales: les dan a elegir entre tres composiciones musicales conocidísimas: Los resultados son devastadores, simplificando, aquellos de clase alta se inclinan por Una clave de Bach, la burguesía y clases medias por la Rapsodia de Gershwin, las clases bajas por el Danubio Azul de Strauss. Lo que descubren los nativos al mirar el cuaderno del explorador, es decir, al mirarse a sí mismos como otros en el cuaderno que es el espejo del otro, o de los otros, es que tienen prejuicios, que poseen una regla educada del gusto, que están cultivados. Descubrimos que aunque creíamos ser nativos, aquellos que son espontáneos, que piensan las cosas como son, al pan pan y al vino, vino, en realidad éramos ciudadanos. En realidad somos o jugamos un juego 2, aunque para darnos cuenta, cuando nos descubrimos a nosotros mismos como ciudadanos es cuando por primera vez vemos el juego 1 que hasta entonces era nuestra manera de ser, aunque lo lleva a la ruina, lo pone de manifiesto como perdido. Aunque que alguien me descubra que me gusta Bach puede arruinar mi inocencia pero no mi elección, mi gusto.

Entre ambos juegos hay una relación de posterioridad anterior, el juego 2 vendría después pero estaba ya antes de un modo lógico. Es similar a los conceptos aristotélicos de Potencia y Acto. El acto es anterior a la potencia pues está ya inscrito como un huevo de gallina no es lo mismo que un huevo de codorniz o de avestruz. El modo como la idea de amor es anterior al amor mismo ya que solo amamos a alguien porque recordamos haberle conocido en nuestros sueños es el modo mismo en que los fonemas son anteriores a los monemas: cuando una lengua ha madurado lo suficiente puede aislar su alfabeto, tomar conciencia de su forma, distinguir sus letras, y entonces esa lengua tendrá profesores de gramática, lo que por otro lado también hace ver otra diferencia: el profesor explica, el maestro muestra como un maestro de oratoria, como un nativo muestra sus cosas.



Wittgenstein plantea una alegoría con unos nativos que no saben leer ni escribir en una aldea remota y a un explorador que dispuesto a realizar un estudio va apuntando en un cuaderno aquello que hacen los nativos. Así compone listas de reglas escritas para explicar todas las acciones que realizan los nativos con sus propias reglas implícitas. El juego 1 es el conocimiento instintivo de lo que pega o no pega, se confunde con lo natal, Wittgenstein lo llamaría Gerüst andamiaje o armazón, es la comunidad natal, Poiesis, mientras que la ciudad o juego 2 es la Praxis. Juego sin reglas o reglas sin juego. 

Dos escenarios que se exigen mutuamente pero que al mismo tiempo parecen rechazarse de tal manera que nunca encajan el uno con el otro. Cuando el explorador cree estar diciendo la verdad sobre el juego de los nativos, o sea reflejándolo, en realidad lo está trastornando, lo está transformando en otro juego. Será difícil que los nativos se reconozcan en ese código. Eso dice Wittgenstein hace la filosofía: registra un juego precedente y al mismo tiempo lo cambia. Caben muchas tentaciones erróneas: el explorador adolescente(472) experimenta una enorme admiración por el instinto de los nativos, su capacidad de acertar sin aprendizaje, sin títulos, de conducir sin haber pasado por la autoescuela diríamos. Pero también el explorador se da cuenta por ejemplo de que la prohibición de ingerir carne de vaca que los nativos imaginan como un tabú religioso, es en realidad una medida higiénica y eficaz para preservar los la fuente de productos lácteos y el tractor, o que lo que llaman enamorarse es el intento de ascender peldaños en el escalafón social. Pero lo increíble es que los nativos hacen lo que hacen, sin saber lo que hacen.

Sucede que los nativos pueden ser muy amables respondiendo al explorador, tratando de darle explicaciones, pero al hacer explícito esas acciones aparte de que sea ridículo, tanto cómo precisar cuánto es una pizca de sal, resulta que el nativo no se reconoce en el cuaderno del explorador. El extrañamiento nos recuerda al Fedro de Platón, cuando toda sociedad oral entra en contacto con la escritura. El nativo puede comprender los apuntes que esgrime el explorador, puede comprender el fin práctico de no comer la carne de vaca, pero se sonríe, pues no es por eso que creen lo que creen.  Menuda simplificación verter algo ancestral en una recomendación práctica. En todo caso entre lo implícito y lo explícito hay una diferencia de régimen que hace heterogéneos ambos campos, jamás se podrá saturar la vida o el juego con las reglas o la escritura. Los novelistas o los biógrafos, los historiadores lo saben perfectamente.

Podemos prensar como dicen Marx o Childe que el estado existe desde siempre, que la producción poiesis designa una técnica, techné, ars, que hace habitable lo inhabitable, que designa la transformación técnica de la naturaleza en utilidad que dirige el proceso de adaptación de la especie humana a un medio que le es hostil, pero también es cierto que hay aunque no tengamos memoria si existió un tiempo previo, casi mítico e irreal, en el que éramos niños, existió una primera vez, un balón en la cuna, un cochecito de juguete. Cómo aquel profesor que imaginó colgar un cesto a una altura para que los chicos lanzaran la pelota hay un momento de poesía, de creación. También cuando nacimos la lengua del español ya estaba formada. Pero hay un tiempo como afirma J.L Pardo que el juego 1 designa, es el momento de creación de una lengua, el momento de producción de las palabras, los poetas que han hecho el mundo decible, nombrable, y nos han hecho posible habitar la tierra como hombres: animales que hablan. Los poetas fundan lugares, crean comunidad.



El juego 1 para los nativos no es en absoluto un juego pues nos va la vida en ello, aprendemos lo que son las cosas, a hablar, a caminar, a cocinar, a vestir. Este juego es una forma de conocimiento práctico que puede llamarse sabiduría o incluso talento aunque se configura a modo de prejuicios o sentido común que sirve a cada jugador para saber cómo, cuando y de qué tiene que reírse, qué es lo que pega, y lo que no pega, lo oportuno, etc…cosas todas ellas que recubrimos bajo el nombre de virtud. Siguiendo nuestro ejemplo circular significa ir aprendiendo un montón de reglas implícitas que no están escritas pero que son vitales, incluso porque cambian de ciudad, dependen de países o lugares que unas se siguen y otras no, como aparcar en doble fila. De ahí la cuestión de los sofistas que se les compara a ese profesor de autoescuela que retiene en clases teóricas al alumno porque se beneficia económicamente, como sucedía en Atenas, o que fuera conduciendo él y explicando todos los pormenores infinitos sin dejar jamás al alumno que salga a la vida real.

Ocurre también que el juego 1 es un juego de conocimiento comunitario aunque en la medida en que los nativos toman las reglas del juego por su naturaleza, en esa medida las consideran infalibles, indiscutibles, irrefutables, ignoran que lo que están legitimando no es la naturaleza, sino solamente su comunidad, su forma de reir, de hacer el amor, de comer, uno de los muchos modos posibles de hacer habitable lo inhabitable. Más que un acto de conocimiento cada jugada es a la vez un acto de reconocimiento.

La ciudad y los ciudadanos son los jugadores del juego 2 PRAXIS: La ciudad es menos protectora que la comunidad. Aunque en la ciudad se sigue jugando al juego 1, pues en la ciudad sigue habiendo comunidad, si bien su propia naturaleza de ciudad obliga a que las comunidades tengan que declinarse en plural lo que sin duda cambia su naturaleza y las arruina. En la ciudad lo indiscutible (las reglas del juego1) se vuelve discutible, se extiende sobre la comunidad una sensación de quiebra de la autoridad tradicional, hay hijos que se rebelan contra los padres, nativos que cuestionan las órdenes de sus superiores, los nativos ya no distinguen lo propio, y a los suyos,  lo que se hace de lo que no se puede hacer, se sustituye la seguridad de la tradición, por la obsesión por pedir papeles. La ciudad en fin es la crisis de la sabiduría, de la tradición. Es en este sentido que no es correcto decir que tenemos creencias sino más bien que son las creencias quienes nos tienen o nos sostienen.

Dice Aristóteles que la ciudad es por naturaleza pluralidad, una ciudad no resulta de individuos semejantes, es más la unidad destruye las ciudades, las convierte en casa o tribu, en alianza militar. Si la ciudad es una comunidad deja de ser ciudad. El poder político no puede mantener una relación directa con la intimidad sin auto-deslegitimarse y sin destruir la intimidad. No hay posibilidad de recuperar la comunidad perdida que fuimos antes de ser ciudad puesto que la fundación de la ciudad es como la fundación del lenguaje, solo puede existir imaginariamente o fingidamente.

Es la ciudad la que pone los fines. Para que una palabra llegue a significar algo es preciso según Aristóteles que uno mismo y otro le reconozca el significado. Y este no se elige en lo privados sino que depende y reside el significado del logos en la ciudad, en la deliberación racional y pública de lo justo y lo injusto, lo adecuado, y lo inconveniente. Se da cuando se cumple el rasgo definitorio del ciudadano que es participar en las deliberaciones de la ciudad. Es decir que la eficacia de al palabra práctica de la vida civil no procede de al fuerza de la palabra sino de la legitimación pública del significado, que solo se obtiene en la ciudad entre iguales. La eficacia de la palabra práctica civil, de la acción mediante el logos, es una eficacia que no deriva de la naturaleza sino que presupone el pacto social. La phoné carece de legitimidad civil, de inteligibilidad lógica, y de eficacia real y solo puede adquirirla a través del logos. Elegir deliberada y racionalmente lo mejor es elegir la ley. Y acaso porque los griegos tenían la costumbre de grabar por escrito el discurso que se convertía en ley, así se convierten esas voces en fantasmas, los fantasmas propios de la ciudad, los que ella produce necesariamente, el modo en que la ciudad imagina aquello que de ningún modo puede conocer.




La potestas civil no surge como una limitación de la potentia natural. No es posible fundar derecho alguno sobre la potentia natural sino única y exclusivamente sobre el pacto. Cuando se acusa a la ley de ser formal y vacía, esa ley de la que dependen que las palabras tengan significados rectos y las personas derechos, apelando a una violencia originaria se cae en la minoría de edad autoculpable, en la confusión de la ficción, en la ilusión de que hay algún lugar adonde ir más allá de la ley, más allá de la ciudad o del lenguaje.

Si la tiranía es el estado de terror o la técnica sin política, es el peligro propio del juego 1, el peligro de abolir la ciudad, de reducir el juego 2 al juego 1, la sofística (el estado de sopor o la política sin técnica) es el peligro propio del juego 2, el peligro de abolir la comunidad o de reducir el juego 1 al dos. La primera es una sociedad de adultos que se fingen niños, la segunda una sociedad de niños que se fingen adultos.

Hay pensadores que se sitúan en contra de la ciudad, antes de la ciudad, nostálgicos de algo puro y auténtico, y lo persiguen, o bien la buscan ahora en la medida que se podría dar en tanto que estado de excepción como sucede por ejemplo cuando hay una catástrofe, se suspende la ley. O también en un régimen despótico, también se suspende la ciudad. La ley se da entre iguales, con los esclavos y los dioses, o los niños, no hay ley hay piedad, hay un estado de excepción. El tirano o el déspota viven permanentemente en ese estado de excepción de la ley, y jamás se puede esperar por derecho justicia acaso piedad. Es el caso de Creonte que se extra-limita hasta legislar en aquello que no tiene potestad. Deberíamos de esperar piedad después de la justicia no antes ni en su lugar. Foucault o Isócrates (406) se sitúan en la comunidad, pretenden habitar ese estado excepcional donde no hay justicia, pretenden imponer a la ciudad la condición de comunidad o casa. República independiente de tu casa. De la casa despóticamente gobernada, un orden de privacidad que se sueña exceptuado del estado civil cuya unidad algunos sueñan como sustituto de la política es de donde han salido las figuras de la comunidad inconfesable, pero como Bataille, Agamben, Foucault, Deleuze, ya no pueden admitir el despotismo unidireccional del padre-marido-amo, tienen que imaginar un delirante despotismo igualitario e interactivo, en el que cualquiera puede ser esclavo o déspota para cualquiera dependiendo de una supuesta potencia natural.

El juicio que une ambos juegos es difícil y problemático, y hay una tentación de eliminar el problema eliminando el juego 1, haciendo que ya que se ha perdido, el juego 2 lo sustituya perfecta y totalmente. Pero eso no es posible, no se puede ser sólo nativo ni ser solamente explorador. El explorador no inventa nada. Las reservas de Wittgenstein con respecto a la figura del explorador-filósofo tiene que ver con lo que podríamos llamar la teoría como enfermedad, que es la tentación de creer que todo se puede volcar en el juego 2, es decir, considerando que toda la naturaleza es técnica, no hay naturaleza propiamente dicha o bien todo se puede explicitar. El teórico por su parte sólo une los dos juegos. El juego y la regla, lo implícito y lo explícito. La teoría es el es, el entre, lo que une a las dos, lo que une al Sujeto y al Predicado. No se puede hablar de un juego 3. Pero la teoría no es un juego 3 sino la regla de irreductibilidad del 1 al 2 y viceversa, es decir, la teoría es lo que une y lo que separa, es la diferencia que une y separa a los dos juegos anteriores, que son el sujeto y el predicado, el juego y la regla.

La ciencia del ser es la ciencia del es o el entre, no es el nombre de ninguna cosa, pero tampoco es un predicado, es sencillamente lo que reúne y lo que distingue, lo que impida que se confundan. Los géneros platónicos son siempre esta clase de preposiciones que solo adquieren sentido cuando algo se pone o se da, el hueco dónde algo se da, se encuentran entre los nombres y los predicados sin ser una cosa ni otra, pero haciéndoles sitio, permitiendo que sean puestas o dadas. Estos grandes géneros que Platón propone en el sofista, Identidad, diferencia, cambio y permanencia, no son cosas (ni hipercosas o supercosas llamadas Ideas como un modelo del que pudiera hacerse una copia, esto solo es literatura fantástica).

Los que dialogan en sus escritos siempre proponen una división o diahíresis, que es el arte de cortar, y separar, de distinguir, que es el arma de la dialéctica. Dialogar es distinguir a izquierda y derecha, a propósito del pescador con caña, o respecto al sofista. La división platónica no es arbitraria, debe dividir la cosa de acuerdo  a como la cosa misma está dividida, siguiendo las articulaciones de lo dividido, como una veta en una mina. La división no divide algo que fuera uno, indivisible, único, sino algo que ya está dividido como un carnicero o un pescadero. Sócrates en los diálogos de Platón comienza a menudo cortando la techne, pues nada hay antes de al técnica pues transformamos la naturaleza para hacerla habitable, saber que implica familiaridad con las cosas en dos mitades bajo diferentes denominaciones, producción Poiêsis y uso cresis. El luthier no es mismo que el violinista o el flautista. La mera apariencia de una cosa responde a cómo sido producida pero su uso o su esencia no se puede adivinar de su apariencia. El uso es lo que los contemporáneos de Platón llaman Praxis como Aristóteles. La praxis es el fin para lo que la cosa ha sido creado.

Para Platón las dos mitades no valen lo mismo pues el secreto de las cosas reside en su uso, el eu prattein es el buen actuar, es cuando la flauta se usa como tal, no cuando lo aparenta. El usuario no produce la esencia o el eidos de las cosas que usa aunque consiga descubrirla pues estaba ya ahí le precede. Es una posterioridad anterior. La división que hace el pensamiento entre uso y producción (derecha/izquierda) es testimonio de una división que está ya siempre hecha en las cosas (esencia/apariencia), la división física se torna lógica, es el discurso mismo, el logos que describen tanto Platón como Aristóteles como decir algo de algo. Sujeto y Predicado, aquello que decimos ya aquello de lo que hablamos. El Sujeto representa ese tipo de cosas que son fabricadas por los productores y que siempre nos preceden como los nombres inventados por los poetas, pero el nombre es solo la mitad del decir. En la práctica de la división Platón hace que los que dialogan siempre giren hacia su derecha, porque la derecha es la dirección en la cual se encuentra el uso, es decir, la esencia de la cosa que se busca. El bien de Platón ese bien que dirige la mirad hacia la esencia, hacia la Idea, no es nada distinto del fin de la cosa, podría en última instancia identificarse sin error con la esencia misma, y por ello se produce cierta oscuridad cuando se dice que hay un bien por encima de las ideas. El secreto de la idea reside en el uso, el sabio es el usuario. A la destreza de proceder al fin, es lo que comúnmente llama Platón adivinación o inspiración, pues es preciso acordarse de algo que no se ha vivido en rigor aunque aparezca como habiendo sido ya antes. Como quien imagina el fin de la cosa.

En la mayoría de diálogos Platón fracasa estrepitosamente a la hora de alcanzar la esencia, son aporéticos, y además configuran un carácter, un ethos, en el que Sócrates nunca sabe nada, se reconoce como no sabio. Esa invisibilidad de las esencias ha dado lugar a la interpretación canonizada como la Teoría de las Ideas de Platón solo visibles a los ojos del alma, en tanto que suprasensibles. Así la academia se parecería más a un templo budista, o a un monasterio de una orden meditativa para alucinados sabios tocados por la divinidad y condenados al silencio profundo de la sabiduría interior. La supuesta teoría es uno más de los muchos mitos que contiene su obra y así parecería concordar con otros, y así caballos alados y almas se aderezarían además de las místicas y desconocidas enseñanzas no escritas de Platón. EL defecto de la multitud ignorante es la ignorancia de su ignorancia (esencia), su desconocimiento de que no están en la esencia. Sócrates no era un nativo, no era un explorador, pedía explicaciones porque no comprendía.

La esencia no se ve, pero no porque habite otro mundo, sino porque es un horizonte al que nunca se llega, una orientación, es el camino mismo, no su meta, no se le mira de frente, es como el Sol, como el ojo o la luz no puede verse a sí mismo. Hay que detenerse dice Aristóteles: los seguidores de Sócrates temieron múltiples divisiones como una pesadilla. Pero Sócrates conoce la esencia como algo que no se puede conocer objetivamente. No se puede llegar de la apariencia a la esencia pues sería tanto como abolir la diferencia entre producción y uso, entre juegos y reglas, y ambas cosas serían lo mismo que abolir la filosofía que es la distancia entre ambos ámbitos.  Y la posibilidad de dividir, y de de la dialéctica, y de dos que dialogan, cuya meta en el diálogo no es eliminar la alteridad de los que dialogan pues solo proyectándome en el espejo del otro puedo imaginarme quien soy yo.  

La distinción y la reunión dialógica o dialéctica es del concepto con lo que no es conceptual, lo que es irreductible a él. A la filosofía le toca pensar lo que es distinto de lo que puede ser representado, lo otro del pensamiento.

El fracaso de la teoría o del juego 3, el fracaso de la filosofía se produce cuando el juego 2 queda reducido al juego 1, mediante la tiranía que precisamente hace imposible la teoría o la filosofía porque impide toda clase de crítica o explicación, o cuando el juego 1 queda reducido al juego 2, es decir mediante la sofística, que precisamente hace imposible la filosofía porque la convierte en un corpus enmohecido de vocabulario técnico sin contenido alguno.




De la estética a la ética

Entro en clase y pido a los alumnos que dibujen un árbol. Algunos harán un dibujo de un tronco estrecho con dos ramitas, otros lo dibujarán más ancho o alto o frondoso, con más hojas o más ramas, pero ninguno le pintará las raíces: Al indicárselo argumentarán que “porque no se ven”. En realidad al pedirles a los chicos que piensen en un árbol, es decir que expresen cuál es su Idea de árbol, dado que no son evidentemente jardineros ni botánicos, tienen una imagen muy simple. El árbol para un joven urbano y digital es algo ocasional que le afecta a su cuerpo en tanto que obstáculo, percha para colgar sus zapatos viejos, quizás una superficie donde escribir el nombre del ser querido. En su conciencia un árbol no necesita raíces, su Idea es superficial, es de primer grado de conocimiento, es casi meramente un efecto, un simulacro.


Descartes dibujó el árbol del saber, la física era el tronco, las ramas cada ciencia que se va separando o desgajando del tronco común, botánica, medicina, pero la raíz del árbol era la metafísica, lo que está más allá, lo invisible, y sin embargo lo que mantiene en pié el saber, aquello de dónde se nutre, aquello que lo salva de las tormentas. Extraño que aquello que está más allá de la fisis, está en realidad debajo de tierra, oculto en la fisis. Quizás sea éste el significado del gesto aristotélico con el que lo pintó Rafael en la academia ateniense del palacio Vaticano, y probablemente el sentido que los primeros griegos dieron a la fisis como un fondo secreto u oculto del que todo surge y al que todo retorna.

La metafísica es según el estagirita la ontología del ser en tanto que ser, por difícil que sea llegar a conocer, pues parece estar más allá de lo visible, o el conocimiento del ser según su causa primera, lo que también se antoja la prueba más difícil, si ya nos resulta difícil remontar a duras penas un efecto a su causa más cercana. Aristóteles defendió que los niños o los esclavos no son felices, pues ignorantes de causas y naturalezas, reducidos al acontecer, condenados a sufrir efectos cuya ley nunca llegan a comprender, son los esclavos de cada cosa, ansiosos e infelices en la medida de su imperfección. Por estas razones para Spinoza tampoco Adán el primer hombre en el paraíso era feliz. En el primer grado de conocimiento según Spinoza la conciencia produce una triple ilusión: dado que solo recoge efectos, toma los efectos por las causas, ilusión de las causas finales, de donde se deriva como ilusión trascendental la Idea de Mundo como unidad de sentido, (por ejemplo cuando creemos que una flor existe para gustarnos, para decorar nuestras solapas o vidas, según un humanismo miope y pueril), en segundo lugar alega su poder sobre el cuerpo, como causa primera, ilusión de la libertad, de donde saldrá la Idea de Alma, y finalmente invoca un dios que dispone para el hombre un mundo a la medida de su gloria y sus castigos (ilusión teológica).

Pensar para Deleuze sucede no por la voluntad de ejercer un derecho sino por la necesidad de una ocasión, de un lance que nos fuerza a pensar como sucedía a los alumnos del anterior experimento. Pensemos ahora que un árbol con una fruta jugosa sale a nuestro encuentro y nos saca de nuestro sopor, de nuestro ensueño, nos fuerza a pensar. El dilema pasa por cogerla o no, y que sea buena y aumente nuestra potencia o que sea mala, amarga, tóxica como la cicuta, dañina, venenosa.  Si nos fijamos en el color o en la apariencia, en si tiene irregularidades, en si resulta apetecible, puede aportarnos una información veraz, quizás la intuición cartesiana nos advierta clara y distintamente, como puede suceder con una seta amanita de color intenso que estaría advirtiendo “no me comas, pues soy venenosa”, pero según Spinoza este mero análisis externo no abandona el primer grado de conocimiento en el que estamos dejando casi todo al azar. Spinoza considera que hay un segundo y un tercer grado de conocimiento pero concluye su monumental Ética señalando lo tremendamente difícil que es alcanzarlo pues desconocemos la esencia de los demás seres que salen a nuestro encuentro, y es arduo y poco común, trabajoso y lento, que los hombres sean capaces de comprender las esencias de todas las cosas que nos afectan, tanto o más que pueda llegar a lo largo de su existencia a conocer su propia esencia. De tal manera que no logramos la condición necesaria para poder averiguar las causas de las cosas que nos pasan. Más bien sucede al contrario que los hombres se equivocan al interpretar las causas de las cosas, que creen correr hacia su libertad cuando en realidad están luchando por su servidumbre, que se atiborran de malos encuentros y de pasiones tristes que les causan sufrimiento, pues ingieren frutos, setas u otras sustancias venenosas que les reducen su potencia o incluso les descomponen su esencia provocándoles la muerte.

La conciencia es el lugar de una ilusión, repite Deleuze explicando a Spinoza, recoge los efectos pero ignora las causas. Nos duele la barriga. Desconocemos el porqué. Los estoicos creían que las causas estaban en las mezclas profundas e invisibles de los cuerpos, y apenas alcanzamos a ver los efectos en la superficie. Galeno, el medico romano del emperador Marco Aurelio, abría en canal a los legionarios que morían en plena campaña militar en Germania, y se desesperaba pues no veía causa alguna de la muerte, no veía al microorganismo del agua contaminada mientras suponemos ahora que los germanos eludían esa enfermedad bebiendo cerveza o Hidromiel. Cómo señalaba Hume, hay una fractura entre las causas y los efectos por lo que resulta enormemente difícil relacionarlos, y sin embargo nos va la vida en ello, en lograr componer Ideas adecuadas para así elegir lo que nos conviene, lo que para Spinoza es justamente la definición de bien.

El intento de evitar las ilusiones, los espejismos, los falsos seres o fantasmas, ya se da en Platón, su metafísica de las Ideas es según Deleuze de índole moral: la prueba para distinguir el bueno del mal pretendiente. Conocemos la definición de Idea platónica, justo aquello que es lo que es. Mucha gente estaría de acuerdo con este principio tan básico: al pan, pan y al vino, vino. La Idea diferenciaría lo mismo, de lo otro, la verdad de la apariencia, lo que nos conviene de lo que nos envenena, el farmakón que cura del veneno que mata, lo verdadero de lo falso. El platonismo sirve dice Deleuze para seleccionar a los pretendientes, a los falsos de los verdaderos pretendientes; como en Ítaca el arco espera en un rincón al verdadero rey de Ítaca, a Ulises, que llega desnudo a la playa y se viste con los harapos de porquero, o la espada hincada en la roca espera al que ha de ser rey de Inglaterra, y así la prueba ontológica separa al bueno del malo, al verdadero del impostor. La obra de Vladimir Propp, en la que estudia la morfología del cuento ruso, aunque también aplicable a los cuentos de media Europa, descifra una estructura común a todas las historias populares. Un protagonista dotado de virtudes, una situación de desorden, de la que surge un impostor que desplaza al héroe robándole su amuleto o su elemento mágico. El verdadero héroe protagonista vive oculto o en el exilio, olvidado, marginado, hasta que se produce la anagnórisis, la anamnesia, el recuerdo del olvido, el impostor es castigado, se repara el mal y se restaura el orden. Los cuentos siempre acaban bien. El orden triunfa. El héroe vence al caos. El tiempo de Cronos regular y cíclico se restaura.

El triunfo del verdadero pretendiente es el triunfo de la verdad. El platonismo funda el orden cerrado: la Verdad y lo Único bajo el reino de la Idea. Ídolo Metafísico. El modelo platónico es de lo Mismo en el sentido en el que Platón dice que la justicia no es otra cosa que justa, la Valentía, Valiente… Este Ser Ideal y Metafísico, el Árbol de todos los árboles, el buen Árbol, el puro, el de Verdad, es impasible y eterno, modelo para todos los árboles que verdean, para todos los entes que arborean, para todos los entes hincados con raíz en la Tierra, aunque según Leibniz no haya dos completamente iguales, pero todos pertenecen a la Misma Idea de Árbol.

Pero la pureza de la Idea casa mal con el estado imperfecto, mixtificado, del mundo. ¿Tiene la Idea de árbol raíces? Deleuze explica que la Idea de madre es aquella que define a una madre pura, pero no hay ninguna mujer que responda únicamente a la idea de madre, pues toda madre es también a su vez hija, salvo Eva, o hermana, o esposa, o gallega o del Atlético de Madrid. Todo está en todo, diríamos. No somos puros, ni siquiera el bien y el mal existen en estado puro y sin mezcla. No podremos distinguir el veneno del antídoto, no bajo el paraguas de la Idea, pues la misma Idea acoge por exceso o defecto uno y otro dependiendo de la medida o la cantidad de los cuerpos que se mezclan. No podemos diferenciar el árbol del Bien, o de la Vida, con el árbol de la Muerte.

El mito fundacional del idealismo platónico es el Mito de la caverna. En ella desde niños están atados unos hombres prisioneros mirando hacia delante y viendo unas sombras chinescas, los simulacros que son las sombras de los objetos de madera y piedra que portan unos hombres como titiriteros detrás del biombo que los separa. Cómo en un cine, el engaño se perpetúa mientras los prisioneros creen encontrar pautas en las sombras, ahora aparece tal, ahora aparece cuál: hacen concursos entre sí para ver quien adivina más. Es una especie de examen de reválida. Alguien escapa. Asciende y contempla a duras penas su propia sombra, luego su imagen reflejada en el agua, luego las cosas mismas, finalmente el sol. Como en el show de Truman, del hombre verdadero, se han roto los límites del engaño, se accede a la Verdad Ideal. Pero igual que en una proyección una alumna se molesta porque no hubieran esperado tal envite, y no hubieran preparado otro plató concéntrico que acogiera como otra mentira verdadera la no vida de Truman, así dice Nietzsche: Detrás de cada caverna hay otra que se abre aún más profunda, y por debajo de cada superficie un mundo subterráneo más vasto, más extraño, más rico; bajo todos los fondos, bajo todas las fundaciones un subsuelo aún más profundo” Más allá del bien y del mal…¿Cómo exploraría Sócrates, dice Deleuze, esas cavernas que ya no son las suyas, con qué hilo puesto que el hilo se ha perdido, cómo saldría de ella y podría distinguirse del sofista?...

Nietzsche representa para Deleuze la inversión del platonismo. La Idea cae. Sócrates cae bajo la guillotina. Destruye los modelos y la diferencia entre las buenas copias de las malas, para instaurar el caos que crea, pone en marcha los simulacros y levanta un fantasma: El triunfo de lo falso. Miles de cavernas repetidas pero diferentes, miles de mundos que se despliegan en un tiempo infinito, lejos de ser un nuevo fundamento, absorbe todo fundamento, asegura un hundimiento universal, pues designa que lo mismo y lo semejante es solo un signo, un efecto. Le hemos quitado la máscara al platonismo: dónde veía Platón una Idea no hay tal, tan sólo hay efectos, signos, simulacros.

El simulacro niega el original y la copia, es el triunfo del devenir loco, del caos: del nihilismo. El simulacro hace imposible el orden de las participaciones, la fijeza de la distribución y la determinación de la jerarquía. La caída de la Idea va pareja a la expulsión del Paraíso, la ruina de la moral, Deleuze cita expresamente en Lógica del Sentido: “El catecismo tan inspirado del platonismo nos ha familiarizado con esta noción: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, por el pecado, el hombre perdió la semejanza, conservando sin embargo la imagen. Hemos perdido la existencia moral para entrar en la existencia estética. Nos hemos convertido en simulacro”259 LS.


Dios les da un paraíso lleno de belleza y maravillas a Adán y Eva, y les ha pedido que se abstengan únicamente de tocar el árbol del conocimiento del bien y del mal, plantado cerca del árbol de la Vida: ¡tan cerca de la vida crece la muerte! ¿Y qué es la muerte? Alguna cosa terrible, sin duda; porque, como tú no ignoras, Dios ha dicho que tocar el árbol del conocimiento del bien y del mal es lo mismo que morir. ¿Qué es lo que nos prohíbe conocer? ¿Nos prohíbe el bien, nos prohíbe ser sabios?...

Claro al segundo de darse Dios la vuelta ahí están Adán y Eva delante del árbol del Bien y del Mal, y ahí está la serpiente acechando que es el ángel caído que reina en el Caos y que va a poner en pié a los simulacros. Cuál es su principal característica, que se transforma y adopta cualquier identidad. El motivo de la expulsión del paraíso fue según Milton la curiosidad, es decir, el deseo de conocer, que se impuso a la obediencia debida al Dios todopoderoso. Según Deleuze que quiere dar relevancia a otro tipo de inclinación, es la pereza, Adán tiene un jardín inmenso que explorar, pero le puede la curiosidad, es más cómodo y seductor acercarse a ver qué es esto tan singular que está prohibido comer. Según Spinoza, Dios estaría advirtiendo a Adán que el fruto es venenoso y no debe comerlo pero Adán confunde la enseñanza de una verdad eterna con una prohibición. Confunde una ley natural con una ley moral. Spinoza repite que para evitar el error deberíamos evitar utilizar la palabra ley para definir un hecho natural, como por ejemplo que el arsénico mata. Lo natural es una verdad eterna, bajo la forma de la eternidad. Una verdad del tercer conocimiento que Adán ignora. Cree comer un fruto que le dará potencia, alegría, conocimiento pero descubre el mal y la muerte.

La expulsión es también el triunfo de lo falso, del simulacro: una de las características de la serpiente es su capacidad de transformación, la metamorfosis que le permite transfigurarse como una carta de joker, como una carta de rabino, que puede adoptar cualquier identidad. Según Deleuze toda la historia de Zarathustra se basa en sus relaciones con la serpiente, que es el símbolo de la repetición, y por tanto del espíritu de lo negativo, el que sustrae el poder al hombre, lo convierte en un ser sin esperanza, reactivo. Podríamos decir que representa el nihilismo, en tanto que interioriza la diferencia, anula el conocimiento, convoca la eterna repetición. El hombre habitado por el triunfo de lo falso no tiene certezas salvo de la nada, se encuentra en una existencia absurda, de una levedad insoportable, sin raíces metafísicas para superar las tormentas, para agarrarse a la vida. El hombre de la nada niega la vida, no quiere ser engañado ni engañar, rehuye los encuentros, teme otro paso en falso, abraza el ideal ascético.


El nihilismo arruina el orden moral, al poner en pié a los simulacros en la inversión del platonismo llevada a cabo por Nietzsche según Deleuze. No hay buenos ni malos, ni criterio para diferenciarlos pues el simulacro, como el de un incendio, tiene toda la apariencia, los movimientos, los gestos, los sonidos de la alarma, sólo le falta algo invisible, sus efectos son los mismos pero la causa ha cambiado, y por tanto el sentido: El acontecimiento pues el acontecimiento de una simulación no es el acontecimiento de lo simulado.

Pero cómo hacer valer siempre esa distinción, cómo diferenciar eso ideal sin ser abstracto, eso real sin ser actual, esa virtualidad de una sonrisa sin gato que diferencia el amor de una pareja de conveniencia, un protagonista de su falso hermanastro, una fruta prohibida de una fruta envenenada. La serpiente es el engaño, el triunfo de lo falso. Ella que se enrosca sobre sí misma, se devora a sí misma. Es el símbolo de la repetición. El infierno de la repetición encadena en una eternidad plana pero hay otra repetición que libera, la que hace fecundo cada instante. El fruto del árbol es la revelación de la muerte pero es también la semilla para otro inicio. Nietzsche opone la voluntad de poder, la afirmación como la única cualidad. Eva debería morder la manzana de igual modo que Zarathustra muerde a la serpiente, el coraje es el mejor matador ¿era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!

Platón escribe el mito de la edad de Oro en el Político. Los hombres nacían de la tierra como árboles en su edad adulta, es decir en plena vejez, y a medida que pasaba el tiempo se volvían más jóvenes: eran felices, ni tan siquiera tenían que emprender la incómoda búsqueda de pareja sino que lanzaban sus semillas como esporas a la tierra, envejecían al revés volviéndose más jóvenes e inocentes hasta que devenían como un recién nacido y desaparecían finalmente en la Tierra de dónde volverían a surgir. Lo cierto es que los dioses tuvieron envidia de esos hombres y nos castigaron a envejecer, a buscar pareja, a ser conscientes de nuestra lenta demolición, de nuestro acabamiento. Lo que Platón quiso dejar claro en este extraño pasaje al inicio de un diálogo como el Político cuya intención es manifiesta es que el hombre ante todo está sujeto a la Naturaleza, al Tiempo, a los designios de las fuerzas de la Naturaleza. Luego vendrán los intentos de apañar la ciudad, el orden y las leyes. Pero el Gran Orden depende de Cronos, o de Zeus en sus implacables combates en los que el hombre es un botín, una pieza más. En ese sentido nos dice Nietzsche muchos siglos después que el hombre de la repetición no volverá. Dos veces niega Zarathustra enfadado que se crea que el eterno retorno que es su más alta teoría signifique simplemente la repetición de todas las cosas, no es el mismo hombre el que vuelve, esto todavía es una ilusión para la conciencia, una mala interpretación de los signos: “Calla enano, espíritu de la pesantez”, le reprende. Más bien hay que escucharle en otra ocasión cuando la profecía del eterno retorno la predica Zaratustra a bordo de un barco de aventureros, un barco ebrio, que navega por mares desconocidos sin esperar encontrar una tierra prometida, como el barco de Rimbaud, sin esperar encontrar el camino de vuelta. No hay yo que retorne, El tiempo ha salido de sus goznes, dice Hamlet, el tiempo natural o cíclico donde todo se repite ordenado y centrado se ha hundido, y con él no hay ya Mundo que no se derrumbe en pedazos como un cuadro cubista. El cosmos se hunde en las profundidades insondables del devenir loco, la modernidad rectamente comprendida, cómo dice Pardo, sería la asunción positiva y gozosa de ese caos. “El secreto del eterno retorno consiste en que no expresa de ninguna manera un orden que se oponga al caos y que lo someta. Por el contrario, no es otra cosa que el caos, la potencia de afirmar el caos”.


Los Ídolos caen, el crepúsculo de los Ídolos: Dios ha muerto, no había nada detrás, pero tampoco existe el mundo como nos lo habíamos imaginado, el mundo no es sino un laberinto que se embrolla sin fin y no hay hilo donde sujetarse. Ni Dios, ni Mundo. Pero el gran descubrimiento de la filosofía de Nietzsche bajo el nombre de voluntad de poder o de Dionisos es que también el yo debe ser superado (3). Ni Dios, ni Mundo, ni Yo. No hay Bien, no hay verdad, no hay sujeto. Las tres sustancias metafísicas cartesianas. Así se arruinan la Moral, el Dogmatismo y la Psicología.

¿Pero no hay otra Metafísica posible si no se ancla con estas raíces?


La filosofía tal y como la define Deleuze con Guattari no necesita tales fantasmas, la lección del último filósofo no debe caer en saco roto pero tampoco nos obliga al suicidio, no podemos conformarnos. Hay que extraer la pizca de alegría que supone el final de los ídolos, la muerte de Dios, el eterno retorno de lo otro no aceptarlos como el final de la Historia de la Filosofía.

La primera salida la aporta el propio Nietzsche mediante la puissance du faux, la potencia de lo falso, es decir la estetización de la ética, la elevación del arte como la expresión vital del ser y del hombre. Hacer que la historia sea absorbida por la poesía, a lo Baudelaire, crear una ética de la estética. Si es verdad que el arte se nos ha dado para impedirnos morir por la verdad afirma Nietzsche, es decir, para evitar el nihilismo, dado que la verdad es apariencia, e ilusión, también significa realización del poder, voluntad de poder, elevación a la mayor potencia, y son los artistas, los poetas, los creadores e inventores de nuevas posibilidades de vida. Y efectivamente Deleuze, y también en compañía de Guattari o de otros compañeros, no pierde oportunidad a lo largo de su vida de señalar la pintura, el cine, la escritura, como campos donde se expresan las verdades esenciales, la revelación del ser y de los afectos, las percepciones y las videncias. Pero sin duda la lección que el pensamiento no debe soltar desde Nietzsche es la inmanencia tras la caída de los ídolos, Deleuze la sujeta firme como el hilo que nos ayudará a escapar del caos.






Construir conceptos.

Nietzsche pasa como un tsunami, ante el esfuerzo de escapar a Hegel común a toda su generación, y en esa casi ola se ahogan Derrida, Lyotard, probablemente Baudrillard. Deleuze sabe nadar y salvarse de nociones tan simples que coquetean con el relativismo, el pensamiento débil, o el todo vale de la posmodernidad. Deleuze no: Ni quiere que la filosofía o la metafísica alcance su final, su ocaso, y su lugar sea ocupado en el mejor de los casos por el sentido estético que corresponde a los artistas, a los novelistas, o a los poetas. Cierto es que habrá que construir desde cero, ese es el mensaje del nietzscheanismo, del nihilismo que arrasa los antiguos valores, pero una vez hecha tabla rasa ahora es el momento de edificar, de levantarse otra vez.

Dice Deleuze, en Lógica del Sentido: 155 que no hay idea más falsa que la de que la verdad salga de un pozo, Tenemos las verdades que merecemos según el lugar al que llevamos nuestra existencia, la hora en que velamos, el elemento que frecuentamos. Cualquier verdad es verdad de un elemento, de una hora y de un lugar: el minotauro no sale del laberinto. A nosotros nos corresponde ir a los lugares más altos, a las horas extremas donde viven y se alzan las verdades más elevadas, las más profundas. Tres anécdotas bastan para definir la vida de un pensador, una para el lugar, otra para la hora y otra para el elemento. Empédocles y su volcán, Nietzsche en Sils-Maria subiendo hacia la cima del Sorel. Las uñas largas y el fuego del cigarrillo de Deleuze en sus clases en la Universidad libre de Vincennes. Pero también hay en Deleuze bajo su timidez una resistencia férrea que lo emparenta con la sabiduría estoica.

Antes de escribir con Guattari ¿Qué es la filosofía? Deleuze retoma en Lógica del Sentido el tema estoico de los acontecimientos. Todo comienza con esta frase maravillosa: el árbol verdea. En una naturaleza siempre cambiante no hay atributo sino verbo, el accidente es una acción, no hay categorías sino la expresión de un acontecimiento que sucede aquí y ahora. Dentro de una lógica anti-aristotélica el acontecimiento puro se expresaría con el verbo en infinitivo: “verdear”, “nacer”, “brotar”, “florecer”,”llover”,“mocear”. “Está guapa tu hija”. “Claro, ya mocea”. El árbol florece. ¿Por qué? Se dirá que recibe el acontecimiento de florecer como su casi-causa. El brotar de la naturaleza, el sentido, la cuarta persona del singular.
                              

Los estoicos señalan que el acontecimiento se produce como un efecto sobre la superficie externa de los cuerpos. Pero los efectos incorporales difieren por naturaleza de sus causas, que son los cuerpos, que son causas los unos en relación con los otros conformando una unidad de destino. Habría por tanto dos esferas de diferente naturaleza comunicadas por el acontecimiento, las causas corporales y sus efectos incorporales. Si decimos “llueve” será muy difícil precisar las causas físicas, la humedad, condensación, la circulación del aire. O si decimos: “ha nacido: es una niña”. El problema no es solo que haya que detenerse como señala Aristóteles, sino que el Logos estoico de los cuerpos es algo demasiado grande para nuestro entendimiento. En todos los casos el acontecimiento (nacer, alumbrar, brotar, formalizar una relación de pareja), no es la causa física que pertenece a la esfera casi-caótica en la profundidad de los cuerpos, sino el concepto que da el sentido al recaer sobre los cuerpos y modificarlos, provocándoles efectos: Se llamará Alicia, ya soy abuelo, ahora somos marido y mujer. Así lo señala H. Miller (1984: 205), la noche que me senté a leer a Dostoyevski por primera vez fue un acontecimiento en mi vida, más importante incluso que mi primer amor. Fue el primer acto deliberado, consciente que tuvo sentido para mí; cambió la faz del mundo por completo. Leer a Dostoyevskei es un acontecimiento cuyas causas serían extrañas y prolijas: la luz, el nervio óptico, las huellas impresas, pero cuyos efectos serán para H.Miller el sentido de su vida: mostrándole su propio devenir.

En todo caso las causas remiten a las causas y forman una unidad, y los efectos remiten a los efectos y forman una conjugación entre sí. Sólo los comunica el acontecimiento. Las causas y los efectos se desplazan cada uno por su cuerda y se juntan en ocasiones a golpes de acontecimiento sin que el hombre pueda hacer otra cosa que esperar. Las causas o casi causas de los cuerpos son las mezclas físicas que generan que el árbol crezca al borde del camino, que produzca frutos venenosos, ¿pero están separadas, de naturaleza diferente, a su apariencia externa y a los efectos que puedan generar en otros cuerpos?. De este modo el fruto del árbol se muestra jugoso, verdea, pero el veneno está escondido en su corazón a punto de dañar al que pruebe a morderlo. Este es el quid de la cuestión. Esta fractura no resuelve el problema del conocimiento, ni el de la acción, deja al hombre a expensas de los acontecimientos. Es más solo si admitimos como los estoicos que todo se repite eternamente, cíclicamente cada mil años o lo que sea, somos capaces de abrazar el eterno retorno, de sentarnos a esperar a que todo se repita, para qué morder a la serpiente en la cabeza cuando ella te ataca, sea, el fruto era venenoso, sea, el fruto trae la expulsión y la muerte, sea, no entendimos nada, no era una prohibición, era una ley natural, nada queda por hacer sino aceptar la repetición, aprender a amar el destino.


Deleuze cae en la tristeza en Logique du Sens. La única tarea ética consiste en soportar, desarrollar resistencias: anular los deseos, contraefectuar los acontecimientos, fingir que no importa, que nunca se quiso, que están verdes. Deleuze dice: Problema de la resignación. Esta no puede ser una mera variante del resentimiento. No hay que resignarse como un esclavo sino el Amor fati de los hombres libres. Ser digno de lo que nos ocurre, es quererlo, mejor dicho, desprender de lo que nos sucede lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido, lo que debe ser representado. Desprender de lo que nos sucede el acontecimiento, hacerse hijo de sus acontecimientos, no de sus obras, este es el programa estoico, y con ello renacer, encarnar o volverse a dar un nacimiento. ¿Cómo? El actor representa el acontecimiento, convertirse en el comediante de sus propios acontecimientos, contra-efectuación. La moral quiere decir esto: ser dignos de lo que nos sucede. Al contrario captar lo que sucede como injusto y no merecido, siempre es por culpa de otro, es mala voluntad, el resentimiento contra el acontecimiento.
 
Pero Deleuze vacila, es posible que no haya otra salud que elaborar estos juegos. El tirano propaga el resentimiento pero el hombre libre capta el acontecimiento mismo y no lo deja efectuarse como tal sin operar su contraefectuación de tal modo que logra oponer a todas las guerras, a todas las violencias, una sola, que logra oponer a todos los acontecimientos mortales en uno sólo, para así denunciarlos, destituirlos, “El punto en el que la muerte se vuelve contra la muerte, en el que el morir es como la destitución de la muerte”.

Pero acecha la evidencia, ¿Por qué todo acontecimiento es del tipo de la guerra, de la muerte, de la herida, es que no hay dichosos, sólo desgraciados? Deleuze ahonda en la herida y acude a una cita de Fitzgerald, del crack up, de la grieta en francés: “evidentemente, toda vida es un proceso de demolición”, la que simboliza la amenaza que nos socava desde dentro, la herida de Bousquet que nacimos para encarnar. La grieta silenciosa. Pág 162. Si existe una grieta en la superficie, cómo evitar que la vida profunda se convierta en una empresa de demolición, como algo evidente. Cada autor citado en esta página encarna la grieta a su modo que va socavando el cuerpo en lo profundo, en el alcohol Lowry, en la locura, Artaud, ¿Qué le queda al pensador cuando da consejos de sensatez? ¿convertirse en el profesional de estas habladurías? ¿desear que no se hundan demasiado?, donde quiera que se mire, todo parece triste. Es el problema del sentido, de la vida cuando tiene sentido como una mesa en la que los acontecimientos juegan a los dados y estos solo se rigen y guían por azar caótico: y nosotros solo asistimos como meros espectadores a un juego en el que solo nos queda que cultivar ese “tomarse las cosas con filosofía”.

No hemos querido conformarnos con una vida sobre los efectos, hemos buscado conocer las causas, los acontecimientos, pero han resultado ser virtuales, extraños, ajenos, y además tristes. Todo parece un guión escrito en el que van sucediendo nuestras vidas en dos planos: el interior ajeno a todo, mundo de causas físicas donde rige la necesidad y en el exterior nuestros cuerpos reciben sus efectos etiquetados cuando el acontecimiento impersonal va lanzando su lógica implacable. ¿Cómo salvar esta fractura? ¿Cómo anudar el lazo metafísico de la causa y el efecto? ¿Cómo descubrir las raíces que sujetan a los cuerpos, la fijeza del antes y el después, el orden de la causa y el efecto, sin acudir a las Ideas deliradas de Platón, ni a las falsas ilusiones de la conciencia?

Años más tarde Deleuze en compañía de Guattari en ¿qué es la filosofía? arriesgan una apuesta nueva, una segunda raíz metafísica: El acontecimiento ahora prefieren llamarlo concepto o Idea Filosófica. El yo era la potencia de lo falso, ahora la Trascendencia de Dios es sustituida por la inmanencia del plano. La filosofía, igual que la ciencia o el Arte, traza planos de inmanencia en el caos. Y sobre este plano el filósofo debe construir conceptos. El plano de inmanencia es como una sección del caos, y actúa como un tamiz. El caos, en efecto, se caracteriza menos por la ausencia de determinaciones que por la velocidad infinita a la que éstas se esbozan y se desvanecen: no se trata de un movimiento de una hacia otra, sino, por el contrario, de la imposibilidad de una relación entre dos determinaciones, puesto que una no aparece sin que la otra haya desaparecido antes, y una aparece como evanescente cuando la otra desaparece como esbozo. El caos no es un estado inerte o estacionario, no es una mezcla azarosa. El caos no es azar, el caos caotiza, y deshace en lo infinito toda consistencia, pero el pensamiento debe adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que se sumerge.  Este es el designio del pensar filosófico, que aspira al saber como un horizonte casi imposible pues se enfrenta al conjunto y al movimiento, frente a los sabios que presentan siempre opiniones o verdades de lo que está quieto o en detalle, o los hombres de religión que aman los ídolos y recaen en la ilusión. Tal es la dificultad de ser pensador, que hay que pensar la inmanencia en sí misma, del filósofo en tanto amigo o amante del saber, lo quiere y tiende hacia él, pero nunca lo posee, aunque a veces lo acaricie antes de que vuelva a marchar ligero y esquivo como el caos en el que habita. Puesto que la naturaleza ama esconderse, las raíces del árbol se ocultan, las determinaciones desaparecen a velocidades infinitas.

Sócrates y Platón creían que la maldad por derecho era de hecho producto del error, pues todo hombre afronta las brumas, la desorientación, la dificultad de extraer un trozo de sentido en el caos cotidiano. El pensador lanza las redes aunque con frecuencia se ve arrastrado a mar abierto puesto que pensar se hace cada vez más difícil: exige la pura inmanencia. El escenario es la red misma sin otro presupuesto que la inmanencia, lo que allí mana y fluye dentro del mismo plano, evitando la tentación salvadora de generar un Uno del que derivara todo, o de creer que los conceptos que allí encontramos son eternos o universales, cuando deben ser producidos como las constelaciones en el cielo. Y aquí nos encontramos con una tarea titánica, que se compara a la de cruzar el Aqueronte, el Leteo, a volver del reino de los muertos, como el alma platónica luchaba por vencer el olvido y desvelar lo que había visto en la vida anterior.


La ciencia también afronta el caos, incluso el arte, pero sus creaciones son distintas a las de la filosofía. La ciencia produce mapas, coordenadas, referencias, ralentiza el caos. Está también la opinión, la doxa, como enemiga del pensamiento. Claro, hay en los objetos sin duda una estabilidad, un anti-caos objetivo que permite un saber práctico, y mediante la abstracción de rasgos se pueden crear taxonomías y conjuntos. Ahí se asienta el reino de la doxa dónde triunfa la imagen del comunicador, del experto tertuliano. El pensador en cambio lucha contra el caos infinito, se sumerge en las profundidades, lanza sus redes para extraer un trozo de suelo donde levantar un teatro en el que unos personajes conceptuales animarán una trama cuyo sentido será el concepto o el acontecimiento. Así cuando decimos que algo es kafkiano, fue el escritor checo capaz de crear el concepto que nombra algo absurdo bajo un dominio opresivo o tiránico, igual que un médico es capaz de relacionar unos elementos heterogéneos y agruparlos como síntomas de una enfermedad o de un mal.

Del caos al cerebro, cada pensador crea un plano que define una materia del ser pero también una imagen del pensamiento. Una Physis y un nous. Para Deleuze la materia del ser es el caos, un torbellino de elementos a velocidad infinita, del que se pueden extraer acontecimientos de sentido, en cuanto a la imagen del pensamiento, destrona la Razón cartesiana en beneficio de un pensar por necesidad, instintivo, casi animal, o por inclinación siguiendo el clinamen que decían los epicúreos. La imagen del pensador ya no es la de Aristóteles con una balanza midiendo razones, a favor y en contra: “No es ciertamente por razones «racionales o razonables» por lo que se crea tal concepto, por lo que se escogen tales componentes, es por un saber instintivo casi animal, o una especie de gusto filosófico que confiere a cada filósofo el derecho de acceder a determinados problemas como un marchamo marcado sobre su nombre, como una afinidad de la que resultarán sus obras”. Y añaden: Y si el pensamiento busca, lo hace menos como un hombre que cuenta con un método que como un perro del que se diría que da brincos desordenados...”

Es la vida misma la que está en juego y su necesidad lo que nos fuerza a pensar, pero no por un plan ni un programa diseñado, los conceptos son más: “producto de dados lanzados al azar que piezas de un rompecabezas”. El pensar es algo pre-filosófico que “implica una suerte de experimentación titubeante, y su trazado recurre a medios escasamente confesables, escasamente racionales y razonables. Se trata de medios del orden del sueño, de procesos patológicos, de experiencias esotéricas, de embriaguez o de excesos. Incluso Descartes tiene su sueño. Pensar es siempre seguir una línea de brujería”.

La filosofía es creación y voluntad de poder. No es afán de dominio ni voluntad de verdad pero sí voluntad de poder, por eso dicen Deleuze y Guattari que el concepto que creamos no es objeto, sino territorio, ritornelo o sentido que acota el caos, que hace posible habitar la Tierra. El acontecimiento o el concepto no tiene un Objeto, sino un territorio. Pensar se hace más bien en la relación entre el territorio y la tierra. Pensar es crear sentidos en el caos: para echar raíces. La casa del ser. No era el lenguaje, sino el concepto filosófico. Antes se llamaban poetas, los fundadores, los que pusieron nombre a las cosas para salvarlas del caos, para crear sentido. Ahora es la filosofía la que puede y debe crear nuevas posibilidades de vida o de sentido, los modos de existencia que sólo pueden inventarse sobre un plano de inmanencia que desarrolla la potencia de los personajes conceptuales. Pues el concepto es evidentemente conocimiento, pero conocimiento de uno mismo, y lo que conoce, es el acontecimiento puro.


Nosotros estos animales fracasados que en un claro del bosque debemos construirnos un ezos, un territorio, como un suelo para no hundirnos en la ciénaga o en el caos. "Ethos" significa inicialmente "guarida, lugar donde habitan los animales, o morada, lugar donde habitan los hombres"; Ahí es nada. Debemos echar raíces que nos sujeten, ante las tormentas, ante el retorno del caos. Aristóteles señala que en la ciudad la ética es una segunda naturaleza racional que se superpone a la natural. Se trata de una creación genuina y necesaria del hombre, pues éste, desde el momento en que se organiza en sociedad, siente la necesidad imperiosa de crear reglas para regular su comportamiento y adquirir costumbres y permitir modelar así su carácter. Según Aristóteles la Razón es la que debe guiar nuestras decisiones, la virtud es una cualidad de la razón que busca el punto de equilibrio, la decisión más justa y provechosa que al repetirse nos dará ese hábito virtuoso que generará una costumbre que será nuestro carácter que es el que determina el destino. Pero a juicio de Deleuze el destino no está en la Razón sino en el cuerpo, mejor, en el deseo. La ética se escribe con el deseo. La ética, en tanto que la guarida del hombre, está hecha de instintos, de arrebatos, de búsquedas animales. Acaso en Spinoza serían ambos el cuerpo y la mente en paralelo, pero desde el psicoanálisis freudiano sabemos que los sujetos desean. No es el cuerpo ni la mente es la historia del deseo.



El libro de todos los ibros.

Dice Foucault: Yo diría que el Anti-Edipo (con perdón de sus autores) es un libro de ética, el primer libro de ética que se haya escrito en Francia desde hace largo tiempo. Es también uno de los pocos libros con inspiración spinozista. En todo caso la ética no es una ciencia teórica sino práctica. Y por tanto es un consejo de vida.

En muchas ocasiones resuena la cita spinozista, el cuerpo está separado de lo que puede. Los tres adversarios contra los que se enfrenta el Anti- Edipo. Tres adversarios que no poseen la misma fuerza, que representan diversos grados de amenaza, y que este libro combate con medios diferentes. 1) Los ascetas políticos, los militantes sombríos, los terroristas de la teoría, los que querrían preservar el orden puro de la política y del discurso político. Los burócratas de la revolución y los funcionarios de la Verdad. 2) Los técnicos del deseo, lamentables: los psicoanalistas y los semiólogos que registran cada signo y cada síntoma, y que quisieran reducir la organización múltiple del deseo a la ley binaria de la estructura y la falta. 3) Por último, el enemigo mayor, el adversario estratégico (mientras que la oposición del Anti-Edipo a sus otros enemigos constituye más bien un compromiso táctico): el fascismo. Y no sólo el fascismo histórico de Hitler y Mussolini -quienes tan bien supieron movilizar y utilizar el deseo de las masas- sino también el fascismo que se halla dentro de todos nosotros, que acosa nuestras mentes nuestras conductas cotidianas, el fascismo que nos hace amar el poder, desear aquello mismo que nos domina y explota.

La concepción materialista del deseo de DG es paralela a la concepción materialista de la historia, y la tesis fundamental es que no hay por una parte una producción social de la realidad y por otra una producción deseante de fantasía, solo hay una producción, la producción social de su existencia, o producción deseante. A la producción donde se da el gasto de fuerza de trabajo abstracta, también se produce gasto de inversión libidinal, gasto de mano de obra deseante. Estas dos caras habrá que explicarlas: trabajo, y deseo. El problema es ver esta distinción y esta unión.

Platón fue incapaz de resolver el problema del deseo, iniciando el camino del idealismo del deseo. Una concepción idealista o nihilista del deseo es aquella que en primer lugar lo determina como carencia, carencia de algo, se desea porque se carece de algo, de tal o cual objeto. El deseo aparece ligado a algo objetivo en lugar de pensarse como un flujo abstracto, como una inversión pulsional completamente autónoma con respecto a la realidad. Esta es la tesis de DG: El deseo produce, y las representaciones están subordinadas por esta producción, de un modo similar al que la infraestructura produce, y los códigos ideológicos y políticos dependen de ella. Y el psicoanálisis desde Freud no ayuda a comprender el deseo pues ha levantado otro idealismo de mitos, sueños y teatros, en el que la representación ahoga la producción. Freud es igual que David Ricardo, ambos aunque en planos distintos han sido capaces de aislar el componente productivo, trabajo y deseo, y desligarlos de sus códigos de representación que son solo secundarios: valor de uso, fetiche de la mercancía.

La historia del deseo tiene tres etapas, tres grandes modos de producción o modelos productivos de deseo: el salvaje, donde se conjura el caos en la Madre Naturaleza, aquél que el deseo confluye en el cuerpo del déspota, omnipresente en todas las imágenes, codificándolas, pero en la época moderna el capitalismo ha creado un socius distinto en el que ha disuelto todos los códigos en beneficio del dinero. Ya no hay código en el capitalismo sino una axiomática contable de cantidades abstractas. Por ello se puede decir que el capitalismo es el primer modelo que no intenta frenar la avalancha del caos o de la descodificación, sino se sitúa en él, que lo espera como un surfista su ola.

En primer lugar la moneda como equivalente general es una cantidad abstracta indiferente a la naturaleza de los flujos. En segundo lugar el poder se ha vuelto económico: El capital como socius se vuelca sobre la producción sin hacer intervenir otro elemento extraeconómico en el código. No hay gurús sino en wall street, no hay curas sino con fondos de inversión que desgravan desde fundaciones de solidaridad mal encubierta. Lo económico arrastra todos los códigos, ahí radica el poder del capitalismo, estas condiciones de destrucción de todo código hacen que la ausencia de límites tenga un sentido, expansivo, de colonización, hasta la luna y más allá, que vaya superando sus límites añadiendo un nuevo axioma a los precedentes, su axiomática nunca está saturada, siempre puede añadir un nuevo axioma a los precedentes, producción verde, talleres con minusválidos, amas de casa a tiempo parcial, teletrabajo. La persona se ha vuelto realmente privada en cuanto que deriva de las cantidades abstractas y se vuelve concreta en la concreción de esas mismas cantidades. (Un mil eurista). Se vuelve capacidad de producir medible en horas, lo demás no importa, si es preciso hacer un axioma solo para ti, se hace, ahí se observa la diferencia con los códigos, por flexibles que sean.

Para Marx la carencia es preparada y organizada en la producción social. La producción nunca se organiza en función de una escasez anterior, es la escasez la que se propaga. El objeto mercantil no llena una carencia, no viene a satisfacer un deseo. La carencia es el resultado de una sobreactividad productiva cuya finalidad es producir valor. Deleuze invierte esa idea, la cuestión radica en la producción del deseo y en señalar cómo las máquinas deseantes anudan sus deseos al cuerpo social, en este caso el capital, el dinero que se convierte en objeto y en fin, y que empuja en su búsqueda a todo el socius a una carrera cada vez más destructora y enloquecida. Parecería que el sistema desea su autodestrucción, que se escuchan tras los juegos de Eros los pasos de Tánatos.




La ética de la alegría.

El deseo pertenece al orden de la producción, toda producción es a la vez deseante y social. Ni Hitler, ni los bancos, ni las banderas serían nada a menos que no fueran deseados. Por ello la pregunta esencial es la que hizo Spinoza: ¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación? ¿Cómo puede el deseo desear su propia represión?, o cómo puede el ser humano querer su propia muerte, o al menos abrazar el fascismo que lo reprime y lo anula. Estas preguntas son trasuntos de las cuestiones metafísicas de la modernidad: ¿Puede la Substancia obrar contra sí misma?, que es a su vez trasunto del mismo problema teológico fundamental: ¿Cómo puede existir el mal contra la voluntad de Dios, cómo puede querer Dios el mal?

D y G arriesgan dos opciones de respuesta a estas preguntas: ¿Por qué el ser humano abraza modelos totalitarios, anuda su deseo a aquello que lo reprime? ¿Por interés? El ser humano desea su represión, renuncia a su derecho natural, a su potencia, ante el temor de un mal mayor o la esperanza de un bien mayor. ¿Por tristeza u odio?: Las afecciones pasivas, tristes o dichosas son adventicias pues son producidas desde el exterior, las activas son innatas porque se explican por nuestra esencia o nuestra potencia de comprender. Sucede sin embargo que lo innato no siempre está visible sino escondido y oculto. Nacemos separados de nuestra potencia de actuar o de comprender: debemos, en la existencia, conquistar lo que pertenece a nuestra esencia.

Si atendemos a esta segunda explicación nos encontramos con una prueba de existencia para el hombre, con una búsqueda de la felicidad y de la sabiduría: No hay bien ni mal en la Naturaleza, no hay oposición moral, pero hay una diferencia ética. Esta diferencia ética se presenta entre el sabio e ignorante, entre el hombre esclavo y el libre, entre el fuerte y el débil. Las verdaderas leyes naturales son las normas del poder, no las reglas del deber. No es voluntad de verdad, sino voluntad de desear. ¿Cómo hallar la dosis del antídoto, del veneno que se convierte en medicina, cómo hacer metafísica de las cosas que nos dé las raíces y el corazón de lo real para prevenir los malos encuentros, para desechar los falsos pretendientes, para no caer en el nihilismo y en la derrota, o cómo adquirir el conocimiento del sabio bajo la forma de la eternidad?

El Estado Civil distingue solamente a los justos y a los injustos según la obediencia a sus leyes. Es el peligro del derecho formal que todo lo regula, que satura el espacio de reglas, y renunciando los ciudadanos a juzgar lo que es bueno y malo, los ciudadanos se entregan al Estado que los castiga y los recompensa. Sin embargo la prueba ética de Spinoza parte de analizar nuestra composición química: el hombre bueno es el que selecciona los encuentros, el que es afectado positivamente, aumentando su potencia o conatos, mientras que el hombre malo sufre deterioro y la muerte por justamente lo contrario. La muerte siempre nos llega por accidente desde el exterior. Es su necesidad la que nos lleva a creer que la muerte es de carácter interno dado además que el veneno actúa en la profundidad. Lo malo tiene lugar cuando circunstancias exteriores determinan que las partes que nos conforman entren en relaciones distintas, y nuestra relación se descompone, o cuando se nos echa encima una afección que excede nuestra capacidad de ser afectados, destruyendo nuestro poder de afección.

Esta es la sabiduría: Lo que puede un cuerpo. ¿No sabemos qué desea un cuerpo o en verdad no sabemos qué puede el cuerpo? Nada sabemos de un cuerpo mientras no sepamos lo que puede, es decir, cuáles son sus afectos, cómo pueden o no componerse con otros afectos, con los afectos de otro cuerpo, ya sea para destruirlo o ser destruido por él, ya sea para intercambiar con él acciones y pasiones, ya sea para componer con él un cuerpo más potente.

No comerás del fruto…se trata de un fruto que envenenará a Adán si lo come, se trata del encuentro de dos cuerpos cuyas relaciones características no se componen: el fruto provocará que las partes del cuerpo de Adán, y la idea del fruto lo hará con las partes intensivas de su alma, entren en nuevas relaciones que no corresponden ya a su propia esencia. Conforme a las leyes eternas de la naturaleza, lo bueno tiene lugar cuando un cuerpo compone directamente su relación con la nuestra y aumenta nuestra potencia con parte de la suya, o con toda entera. Por ejemplo un alimento. Devenir avispa de la orquídea. Lo malo tiene lugar cuando un cuerpo descompone la relación del nuestro. Bueno y malo tienen así un primer sentido: lo que conviene a nuestra naturaleza, y lo que no. Y se llamará bueno a quién se esfuerce en organizar los encuentros, unirse a lo que conviene a su naturaleza, componer con relaciones combinables y aumentar su potencia. Se llamará malo, esclavo o débil, o insensato, a  quien se lance a la ruleta de los encuentros, casi como a la ruleta rusa, conformándose con sufrir los efectos, sin que esto acalle sus quejas y acusaciones cada vez que el efecto sufrido se muestre contrario y le revele su propia impotencia. Se imagina poder arreglárselas con violencia o astucia, pero no deja de encontrarse con Dios sive natura, y acabará destruyéndose a fuerza de culpabilidad, propagando en todas direcciones su impotencia y esclavitud, sus toxinas, sus venenos. Llegará a no poder encontrarse consigo mismo. El texto sobre el suicidio spinozista válido hoy sobre la anorexia y su confusión entre alimento y veneno.

Esta tipología ética de modos inmanentes de la existencia reemplaza la moral. La moral es el Juicio de Dios, pero la ética sustituye la oposición de los valores.
Hay que desvalorizar la conciencia en relación con el pensamiento. La conciencia es el lugar de una ilusión, recoge los efectos pero ignora las causas
Recordamos cuando decíamos esto. Nuestra situación es tal que sólo recogemos el efecto de un cuerpo sobre el nuestro, por eso no podemos pensar que los niños o los esclavos son felices, o Adán el primer hombre, pues ignorantes de causas y naturalezas, reducidos al acontecer, condenados a sufrir efectos cuya ley nunca llegan a comprender, son los esclavos de cada cosa, ansiosos e infelices en la medida de su imperfección. ¿Cómo calma su angustia la conciencia? Una triple ilusión: dado que solo recoge efectos, toma los efectos por las causas, ilusión de las causas finales, alega su poder sobre el cuerpo, como causa primera, ilusión de la libertad, y finalmente invoca un dios que dispone para el hombre un mundo a la medida de su gloria y sus castigos (ilusión teológica).

La conciencia en si es una ilusión: así es cómo un niño cree desear la leche libremente; un joven furioso, la venganza, y un cobarde, la huida. Spinoza define el deseo como el apetito con conciencia de sí mismo, pero la conciencia nada añade al apetito pues no nos inclinamos por algo porque lo consideramos bueno sino consideramos que es bueno porque nos inclinamos por ello. El apetito es el esfuerzo por el que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser (Conatos), la conciencia aparece como el sentimiento continuo de este paso de más a menos o de menos a más, de las variaciones del conatos, es puramente transitiva, solo tiene el valor de una información confusa y mutilada.

Para Spinoza la mayor parte de los hombres permanecen fijados en las pasiones tristes que los separan de su esencia y la reducen al estado de abstracción, en la medida que piensan sobre todo en sus partes extensivas, en el cuerpo. Otra bella fórmula spinozista resuena, los hombres tristes están separados de lo que pueden. Muriendo perdemos poca cosa pues permanece nuestra parte intensiva eterna, el alma. Por ello solo teme a la muerte aquel que tiene algo que temer, aquel que se ha colmado de afecciones pasivas ha dejado inafectado su alma, la tiene completamente vacía. Esta es la venganza del nihilismo, del vacío de la gran belleza exterior.


Para Deleuze la ética es necesariamente una ética de la alegría; solo la alegría vale, solo la alegría subsiste en la acción, y a ella y a su beatitud nos aproxima. La pasión triste siempre es propia de la impotencia. Este será el triple problema práctico de la Ética: Cómo conseguir el máximo de pasiones alegres y pasar de este punto a los sentimientos libres y activos (cuando nuestro lugar en la Naturaleza parece condenarnos a los malos encuentros y a la tristeza) ¿Cómo podemos formar ideas adecuadas, de donde brotan precisamente los sentimientos activos (cuando  nuestra condición natural parece condenarnos a tener de nuestro cuerpo, de nuestro espíritu y de las demás cosas solamente ideas inadecuadas?, ¿Cómo llegar a la conciencia de sí, de Dios y de las cosas-sui et Dei et rerum aeterna quadam necesítate conscius (cuando nuestra conciencia parece inseparable de la ilusión). Las grandes teorías de la Ética-unicidad de la sustancia, univocidad de los atributos, inmanencia, necesidad universal, paralelismo, etc.- no pueden separarse de las tres tesis prácticas sobre la conciencia, los valores, y las pasiones tristes.

Spinoza disfrutaba con las luchas de arañas, pues los animales nos enseñan al menos el carácter irreductiblemente exterior de la muerte, no la llevan en sí mismos, aunque se la den necesariamente unos a otros; se trata de la muerte como mal encuentro inevitable. Pero ellos no han inventado todavía esa muerte interior, este sado-masoquismo universal del esclavo-tirano. Spinoza denuncia todos los fantasmas de lo negativo: esas dos fuentes de lo negativo, el odio y el resentimiento. Se trata de ver la vida más allá de las apariencias falsas, y para una visión tal son necesarias la humildad, la frugalidad, la pobreza, la castidad, ya no como virtudes que mutilan la vida sino como potencias que la abrazan y la penetran. Spinoza no creía en la esperanza ni en el coraje, solo creía en la alegría y en la visión. Los artistas, los sabios, los filósofos trabajan duramente puliendo lentillas. Pulir el vidrio, para que algún día la lentilla sea perfecta, ese acontecimiento que no acaba de producirse, y ese día todos percibiremos con claridad, la asombrosa, la extraordinaria belleza de este mundo… H. Miller

Se encuentra sin duda en Spinoza, y en Deleuze, una filosofía de la vida, pues la vida queda envenenada por las categorías del Bien y del Mal, lo que la envenena es el odio, el odio contra uno mismo que es la culpabilidad. Sigue paso a paso el encadenamiento terrible de las pasiones tristes: tristeza, odio, aversión, burla, temor, desesperación, piedad, indignación, envidia, humildad, arrepentimiento, abyección, el pesar, la cólera, la venganza, la crueldad…Hasta en la esperanza y en la seguridad encuentra ese poco de tristeza que basta para hacer de ellas sentimientos de esclavos.Es sátira todo lo que goza de la impotencia y el pesar de los hombres, todo lo que expresa el desprecio y la burla, todo lo que se alimenta de acusaciones, de malevolencias, desprecios e interpretaciones bajas, todo lo que rompe las almas (el tirano necesita almas rotas como las almas rotas al tirano).

Pero hay en Deleuze una alegría propia, una defensa de la voluntad y del cuerpo, que sigue actualizando por los mismos derroteros que el judío. La fórmula que a ambos relaciona puede resumirse en: La alegría es la afirmación de la inmanencia y la conquista del inconsciente. Alegría es lo que desea un cuerpo y lo que puede. Sólo hay que desear; y hay que elegir entre el deseo de la nada, molar, represivo, y los deseos moleculares. Toda la filosofía de Deleuze se resume en esta alegría, en la defensa de los flujos frente a los códigos, en la descodificación de lo que hay que decir, en la desterritorialización de tu guarida ética para entrar en conexión con otras casas, con otros territorios, y hacernos así más ricos, más complejos. Viajar es devenir. Se transforma uno en los lugares que visita. Incluso aunque Deleuze no viajara mucho como defiende en el abecedario. Esta es la tarea de la ética, estos son los temas, incluso la advertencia a las drogas como mal método de experimentación: “llegar a emborracharse pero con agua pura” decía Henry Miller.

Deleuze es esta apuesta por lo molecular, por devenires locos. ¿Por qué hay un devenir mujer, animal, imperceptible, y no hay un devenir molar del hombre? Porque en Deleuze hay una búsqueda que se sigue de un imperativo ético: Haz lo que quieras siempre que entres en relación con los demás, te yuxtapongas a las cosas, entres en vecindad con otros elementos, te descodifiquen y te desterritorialicen. La vida como una experiencia. El universo como ley moral:



“Dejar de decir yo, ser alegre y afirmar la vida, deseos moleculares, nunca ligarlos a una totalidad molar, sea padre, patria, dogma o religión. Entonces uno es como la hierba: ha creado una multitud, ha suprimido de sí mismo todo lo que le impedía circular entre las cosas y crecer en medio de ellas. Una línea del devenir no se define ni por puntos que une ni por puntos que la componen. Una línea del devenir solo tiene un medio, el devenir es antimemoria” :Será la infancia, pero no debe ser mi infancia, escribe Virginia Wolf, cita Deleuze y Guattari, 294, igual que el Londres de Dickens no es un relato histórico y menos costumbrista. No pintaba las cosas sino entre las cosas, dice Kandinski o Klee. Todo este arsenal de DG presenta la dificultad intrínseca al Logos, al lenguaje de relatar el modo en el que uno es médium cuando escribe, cuando compone un cuadro, un poema una canción, cómo se abre la percepción, y cómo nos afectamos por algo más grande que nosotros, y que no es un plan, ni un programa, ni un árbol, sino un rizoma, un campo de hierba, poblado por intensidades. Un bosque animado. Una tierra del deseo. Todo lo contrario de un camino. Dionisos. La ética spinozista.

Haced Rizoma y no raíz, no plantéis nunca! ¡No sembréis, horadad! ¡No seáis uno ni múltiple, sed multiplicidades! ¡Haced la línea, no el punto! La velocidad transforma el punto en línea. ¡Sed rápidos, incluso sin moveros! Línea de suerte, línea de cadera, línea de fuga. ¡No suscitéis un General en vosotros! ¡Haced mapas y no fotos ni dibujos! ¡Sed la Pantera Rosa y que vuestros amores sean como los de la avispa y la orquídea, el gato y el babuino!”


El rizoma se opone al árbol cartesiano. Ya no son las Ideas del Yo, Dios, Mundo kantianas: Es el triunfo de las superficies frente a la altura platónica y a la profundidad caótica. El idealismo es la enfermedad congénita de la filosofía Platónica, la filosofía presocrática no sale de la caverna, pero el pensamiento se orienta en las superficies, sobre los cuerpos y sus extensiones, en la vibración de la piel que es lo más profundo, ya no hay profundidad ni altura, sino devenir.


En Deleuze no hay esencia sino devenir, aunque en ese devenir actualizamos aquello que es nuestro poder, que nos pertenece en la medida que está a nuestro alcance: es como la potencia aristotélica que es anterior al acto aunque lo sepamos después; aunque Deleuze rara vez cita a Aristóteles.  El devenir del hombre radica en buscar su esencia, y que estando dentro de nosotros sólo se actualiza en el afuera, en la relación con los otros, en los afectos y perceptos que experimentamos: de nada vale la conciencia, lo que debemos buscar en la existencia se nombra en la sentencia de que el cuerpo es el destino. No como los efectos de sus enfermedades y sus patologías biológicas sino como causa de sus inclinaciones, de su deseo, de sus devenires. El ser nómada. La res extensa rizomática.


No somos autómatas espirituales, Adán podía no haber pecado, pudo no morder la manzana, pero no elegimos nunca entre dos objetos aislados, una manzana o una granada, como tampoco podemos elegir entre dibujar un árbol con o sin raíces. Es entre orientaciones que nos arrastran a mundos diferentes, a percepciones y a afectos, son inclinaciones en las que los cuerpos buscan aumentos de potencia. Tenía razón Aristóteles cuando afirmaba que es tan raro ser bueno como ser feliz, pero se equivocaba al hacerlo depender de un término medio derivado como una función de una Razón matemática, geométrica, que debía limitar las pasiones. Ahora en Deleuze el cuerpo habla, y se inclina en el plano de la vida, a la búsqueda de encuentros que armónicamente le hagan aumentar en extensión y en intensión si es transportado por la alegría, si llega hasta el máximo de lo que puede su cuerpo. El cuerpo se define por latitud y longitud, o también podríamos decir por intensidad y extensión, trasposición de los dos atributos de la sustancia spinozista: extensión y pensamiento. Videncias y Afectos. ¿Hacernos sabios en experiencias? ¿El Tercer modo de conocimiento?

Amigo de la sabiduría, estamos condenados a no poseerla. Sólo pretenderla. 

El problema del ser deja de tener sentido: lo que somos deja lugar a lo que hacemos: máquinas de células y átomos. Uniones y relaciones, movimientos, plasticidad, elasticidad. Nomadología. Y podemos incluso hacer el mejor de los mundos posibles, tan sólo eso, casi nada el reto, lo que se traduce en simplemente el horizonte de vivir bien: esa es la apuesta que compromete a toda la práctica, al arte de vivir. Porque efectivamente estamos desdoblados, entre los efectos y las causas, entre las causas finales y las eficientes. Pero en la Inmanencia hay sintonía de ambas causas: el agente y el fin coinciden. También la materia y la forma. Todo se produce en el cuerpo, todo mana y fluye en él, y sus efectos se propagan en él como principio para nuevos devenires. El cuerpo. El cuerpo sin órganos. Allí donde no dejamos de actualizar los acontecimientos.

¿Qué nos cabe esperar? Esta maquinaria, este devenir no es imparable, tiende a un límite, el cuerpo persigue también su final, su muerte que le llega desde fuera, su motor inmóvil que lo atrae como hacia su perfección, su consumación, su eterno retorno: el cuerpo sin órganos. Este concepto puramente construido por el cerebro de Deleuze, a partir de Artaud puede ser algo más que una muerte programada, y por tanto que nuestro cuerpo encuentre allí su raíz metafísica bajo la forma de la eternidad