30 Años sin Deleuze

 

30 AÑOS SIN DELEUZE

Después de terminar los estudios de Filología Hispánica yo pensaba con cierta razón que la crítica o la teoría literarias eran un cajón de sastre lleno de etiquetas, de opiniones preconcebidas y de parches de remiendos culturales. Lo mejor que yo había estudiado era sin duda el estructuralismo con autores como Propp,  Bremond, que habían aislado y mostrado elementos que configuraban las vigas de los objetos artísticos, los ladrillos del lenguaje narrativo, la urdimbre de los textos. Roland Barthes había ido más lejos al expresar una fórmula, la muerte del autor, que ya no se podría borrar de mi mente. Pero el estructuralismo adolecía de rigidez, olvidaba la evolución de las series en su empeño de fijar modelos, no podía comprender la vitalidad poética del pensamiento. Pronto colapsó en su propia deconstrucción. A la par que él, el psicoanálisis languidecía atrapado en su propia dinámica de hundimiento en un código autorreferencial.

Será sin duda Deleuze una total revolución en aquel panorama. En su último artículo de unas pocas páginas publicado pocos días antes de morir «L'Immanence : une vie... », decía el parisino que la vida de un pensador, de un creador, se debía dibujar de un modo empírico, aislando las fuerzas, señalando los obstáculos, los centros de atracción y los caminos nuevos que supo trazar.

Esa cartografía debía detallar por un lado los impulsos y pulsiones, y por otro lado los marcos teóricos que se prescriben, los códigos formales de las grandes Obras previas que gravitan. Así mostraría al pensador a la manera de Ulises, como un viajero o un descubridor que vaya desvelando un devenir desde su propio deseo enfrentado a peligros y trampas. En este trance resultaría un mapa de experiencias con sus hallazgos o fracasos, con las nuevas vías que supo abrir sobre esa montaña o los refugios que tomó, o los retrocesos en pos de Ítaca.

Esta idea de cartografiar era novedosa pero respondía a la necesidad y exigencia de Wittgenstein de comprender las obras de una vida, también las literarias, como acciones en una práctica social, necesariamente por ello ética y política. Comprendimos que una teoría, un poema, o un cuadro, son en primer lugar una jugada que se inscribe en el juego social de la cultura, del pensamiento o del arte, al que violenta, transgrede, -como en el caso de Baudelaire-, o simplemente actualiza (repite unas series de éxito), pero esa jugada traspasa el campo propio del arte para ser una acción en la cultura y una creación de sentido; es por ello que la Poesía sólo lo es en la Historia.

Con Deleuze aprendimos a poner la literatura y el pensamiento en relación con la vida en el sentido nietzscheano, a preguntarnos qué valores afirma, qué fronteras desplaza, qué reglas desafía, o también en qué agujeros se hunde, en qué trampas se tropieza, porque “Ecrire n´est certainement pas imponer une forme (d´expression) à une matière vécue (….)” sino que es una cuestión de devenir, es un proyecto de salud, de resistencia, es una apuesta de sentido inmanente, de creación de nuevas posibilidades de vida.

 Crear este modelo como desarrolla Deleuze en Kafka para una literatura menor, que cartografía la vida como un mapa sobre el que se dibujan las líneas molares de identidad colectiva, las líneas moleculares de deseo, las líneas de fuga que emprendemos como vías de liberación, exige dos pasos que dimos con Deleuze sobre el abismo: el primero es sacar el deseo de la clínica, es decir, el deseo no es edípico ni familiar, es material, es político. El sujeto ata su deseo al agenciamiento social y su doble pinza de articulación en códigos y territorios. De Hjelmslev extraerá Deleuze el esquema de forma y sustancia de la expresión de los códigos y forma y sustancia del contenido de los territorios que anima Mil Mesetas (y que es la línea nueva aunque cargada de dificultades que podrían seguir posteriores trabajos de una crítica que podríamos llamar deleuziana que estaría lejos de conformarse con el lema posmoderno de todo es lenguaje).

El segundo paso es la idea nietzscheana de que nunca hubo arte sino tan sólo medicina. El artista es, dicen Deleuze y Guattari, médico de la civilización, y es su misión ponerse la bata blanca y el estetoscopio para así evaluar los síntomas neuróticos que se manifiestan en los cuerpos sociales.

 Deleuze revela que hay una sociedad sin apetito, adormecida, embrutecida por la banalidad que difunden los medios, diagnostica el mal del siglo que muestra variada patología, el tedio y el aburrimiento, el deseo enclaustrado en las salas de consulta, la desesperada búsqueda pueril por encontrar un padre que nos redima de la culpa y la angustia, pero existen eso sí excepciones culturales, notables ejercicios salvadores, obras escritas como empresas de salud.

 Aquí se desvela el canon de Deleuze compuesto de sus obsesiones personales, de sus lecturas más reparadoras; desde un casi desconocido Sacher Masoch, donde fulgura el masoquismo como una deriva de la imaginación redentora, hasta la novela norteamericana de Scott Fitzgerald, Henry James, o de Melville.

 En estos autores Deleuze encuentra una medicina que cura del aburrimiento y del miedo, son autores que no hunden a sus personajes ni los “hacen rebotar contra la pared”, son obras que surcan los océanos en la locura monomaníaca de Melville, o a la búsqueda de otros mundos como Malcolm Lowry. Son autores excesivos que sin duda traspasaron los límites huyendo como Bartleby de la escritura de encargo, que persiguieron líneas de fuga por territorios donde se alimentan las pasiones con toda la fuerza de lo virtual y potencial como despensa de lo posible.

 La estética deleuziana es teoría de los procesos de salud que el arte en tanto que medicina o clínica es capaz de proponer y emprender ante las enfermedades que asolan las sociedades humanas. El diagnóstico de Deleuze revela como los distintos socius económico políticos encierran la energía deseante en sus formas de organización, bloqueando y subordinando el deseo bajo una doble articulación: la codificación de los lenguajes, y la territorialización de lo visible. De ahí surgirá el concepto de máquina literaria como máquina de guerra capaz de crear líneas de fuga que creen otros códigos y otros territorios, y el análisis esquizo de la literatura que llevará a la práctica en la segunda parte de Capitalismo y Subjetividad, Mil Mesetas.

Pero hay también en Deleuze una precisión sobre esos devenires como posibilidades nuevas para la vida que emplaza a superar a Kant y a renovar toda la estética romántica.



 Inmanuel Kant había sentado las bases mismas de la teoría estética señalándola como la operación del conocimiento en la que se sintetizan las determinaciones conceptuales y las espaciotemporales, es decir, la operación en la que salimos de un concepto lógico para atribuirlo a un espacio y tiempo. Lo que el concepto comprende, o expresa de forma general, abstracta, lógica, adopta una tintura estética como una visión propia y particular cuando se atribuye a un tiempo y espacio singulares, mediante unos personajes que animan la idea, o por medio de los colores y las figuras salidos de la paleta del pintor. La universalidad del concepto, que es desde Aristóteles santo y seña de calidad del conocimiento silogístico y lógico, se transforma estéticamente adquiriendo un color particular, un rostro, un tono, y no faltan estos grandes autores que saben inyectar los conceptos en su obra como si fuera un sistema vivo para que los personajes sean casi independientes y así extraer, quién sabe, la fulguración de algo nuevo.

Pero vemos que en esta definición de lo estético aunque ya no necesitamos utilizar la problemática noción aristotélica de mímesis,  se mantiene una relación equívoca con la vivencia cuando se confunde ese hacer vivir del concepto en un tiempo y espacios propios con el relato biográfico. El equívoco con la vivencia se produce además en la medida en que, como señala Kant, el espacio es una forma bajo la cual nos llega lo que nos es exterior y el tiempo una forma de lo que nos es interior, de forma que cada uno de nosotros va fabricando a medida que vive un álbum de fotos en el que ordena sus recuerdos interiores, incluso el presente que pasa, y las imágenes externas ¿Cómo evitar que la creación artística no sea algo más que esta repetición de las vivencias del yo en la que no se nos ahorra nada, ni la crueldad ni lo más pueril, para regocijo de la fiel concurrencia.



Deleuze recorre el camino que traza Kant pero da un paso más: la estética no sólo exige introducir el concepto en un espacio y tiempo vitales, sino que es preciso que el mismo sujeto se fracture en el tiempo y en el espacio. No un personaje en su espacio-tiempo, sino el espacio-tiempo en su (s) personaje(s), tiempos y espacios que arrastran a los personajes pues representan afectos exteriores y devenires internos del sujeto. Y lo que importa es esa relación del sujeto con lo otro en un escenario que no es uniforme como hubiera presumido Descartes o Galileo. Ahora el espacio exterior es también interno al sujeto puesto que es lugar de encuentro con lo otro, con lo que (nos) acontece, y ello supone afectos que nos cambian, que nos transforman, que nos hacen salir de nosotros mismos. Es preciso invertir a Kant y su embudo para que en la cima o corona se sitúe el ser espacio-tiempo, no el personaje, son perceptos y afectos.

Los perceptos y afectos son noemas, son esencias, son conjuntos de sensaciones que el artista es capaz de capturar y retener en su obra.  El arte ha dado prodigiosos ejemplos de estos viajes alucinados, de estas metamorfosis insólitas. El beso en el que Klimt liga dos cuerpos que se oponen y se funden parcialmente, o el grito de Munch en el que es reversible el par dentro-fuera, expresión-expresado, también el devenir de Gregor por los afectos de las presiones familiares en Kafka, o por último la videncia de Proust de un Combray que el sabor de la magdalena actualiza al repetirse en la memoria y dar a luz otro Combray no menos real.


Dos principios o concepciones estéticas guían entonces las propuestas que Deleuze refiere a la cultura o a la escritura: la estética como teoría de la sensibilidad, que culmina en teoría del ser de lo sensible, y la estética como clínica, como empresa de salud.

 Ahora bien, es preciso que estos dos principios estéticos sean puestos a la luz de los proyectos generales de la inversión del Platonismo, de la inversión kantiana, y de lo que sin exactitud me atrevería a llamar aquí la inversión de Marx. Tres proyectos que constituyen el fondo del pensamiento deleuziano y están en el origen de sus ideas estéticas. Relacionar estos conceptos con su origen filosófico supone trazar la Genealogía que permita evaluar el valor de esos dos conceptos, evaluar el valor de esos dos valores.

 En primer lugar la inversión del sistema platónico de idea, copia y simulacro, significa poner en pie a los simulacros. Significa derribar a Platón. Deleuze hace caer la Idea a la superficie, y así la identidad y el modelo resultan derivados y secundarios respecto a la diferencia o el simulacro. Esta inversión se evalúa por sus consecuencias: el estatuto verídico de la narración se falsifica pues todo origen o verdad original es ya copia de copia, o mejor copia de simulacro que finge o se pretende único e irrepetible, la hermenéutica de la presencia se convierte en celebración de la repetición, parodia festiva de teorías y modelos, farsa en la que el sentido deja de habitar la Identidad del sustantivo, y se anula la atribución ontológica de los adjetivos. Sólo el verbo resiste este barrido del lenguaje, infinitivo como cuarta persona del singular que dicta el sentido del acontecimiento.

 La inversión del platonismo está en estrecha relación con el proyecto de invertir a Kant. El embudo kantiano que anuda al yo lo fenoménico se invierte para situar la inmanencia del ser anárquico y nómada que se expresa o despliega a través de la diferencia y la repetición en la cima o corona ontológica. Así el yugo que sometía el conocimiento y la sensibilidad a la Representación, a la mera recognición de un sujeto que juzga el fenómeno mediante la identidad, la semejanza, la oposición, la analogía, es desactivado, el tribunal de la razón kantiana cede su sitio a los bailes de la diferencia, a las canciones de la repetición, para un sujeto liberado de la culpa, o del peso de ser siempre él mismo.

 Por último en lo que llamo ahora proyecto de inversión de Marx. Deleuze deja caer la sobreestructura sobre la infraestructura y trata la primera como codificación y la segunda como territorialización. En estricto sentido, por tanto, el proyecto filosófico de Deleuze no invierte el orden de la sobreestructura y la infraestructura marxiana sino que hace caer a aquélla sobre un mismo plano de inmanencia en el que ahora se disciernen la codificación y la territorialización, la doble pinza de los agenciamientos de los códigos y los territorios cuyo devenir ya no se somete a la historia de las luchas de las clases sociales sino a los movimientos de desterritorialización y descodificación. Aquí Deleuze y Guattari efectuán un prodigioso análisis del agenciamiento Estado que codifica las formas de la expresión y del contenido, y territorializa las sustancias de la expresión y del contenido, según el paradigma de Hjemslev, pero también de las líneas políticas, sociales, o estrictamente estéticas, de descodificación de la forma de expresión mayor del socius a través de la lengua de las minorías, y de descodificación de las formas del contenido mediante los devenires nómadas, como a su vez de desterritorialización de la forma del contenido axiomático del Estado y del Sujeto mediante las nuevas formas del contenido que articulan las minorías marginales, y de desterritorialización de la sustancia del contenido de los espacios nómadas. Complejo esquema que sintéticamente es análisis de las líneas de control y de las líneas de fuga que surcan los dispositivos de poder.



De esto trata la genealogía de las ideas estéticas, de la evaluación de los valores estéticos, y de que valen los valores de Platón, Kant, incluso Marx si los dejamos como están, y de los nuevos valores políticos, sociales y estéticos que se crean tras el trabajo inconmensurable de Deleuze para capturar a Platón, Kant y Marx, girarlos, invertirlos, y asentarlos de nuevo para que funcionen de otra forma y sean algo más que la ruina de la deconstrucción.

 Y de todos los nuevos valores que se generan destacaría aquellos que conformarían el programa de una nueva estética.

 Un programa estético que se desarrolla en cuatro puntos: El desarreglo de los sentidos para sentir y percibir no lo que nos dicta nuestra conciencia intervenida por los dispositivos del poder, o el mero concepto lógico de una representación plana de lo fenoménico, sino justamente la diferencia, en segundo lugar el yo autor que es otro, que es múltiple, que es autor de una colectividad, de un pueblo incluso aunque se constate que falta, en tercero el tiempo fuera de sus goznes que impulsa la creatividad a algo más que a la estética de repetición para el consumo, y en último lugar reinventar la vida, en definitiva, desde la creación estética y política para conquistar nuevas condiciones para la vida humana, la única y última praxis de resistencia, pensar los nuevos devenires que han de transformar el mundo.

 El programa camina como una intelección general antihegeliana que sobrevuela todo, pues invertir a Platón, Kant, Marx, es además y sobre todo negar a Hegel, arrancar el pensamiento político y estético del delirio del sujeto hegeliano, de su demencial sistema, de su Dios Estado.

 Quizás por ello este espíritu antihegeliano se aliena finalmente en el programa estético que bien podría también denominarse manifiesto de una estética antihegeliana. La diferencia frente a la contradicción, el yo múltiple frente al sujeto histórico, la repetición del tiempo o el devenir frente al final de la historia, en definitiva la proclamación de reinventar la vida contra las falsas transformaciones de la dialéctica que dejan indemnes al Sujeto, el Sistema y el Estado.

 Reinventar la estética para reinventar la polis, y así reinventar nuestra vida en el mundo.