Más allá del nihilismo.
Descartes describe el saber como
un sistema unitario que podemos comparar a un árbol con sus diferentes ramas
que serían en ese caso las especialidades que brotan del tronco común. Si
pedimos que los alumnos dibujen un árbol, cada cuál realiza un intento de representar su
idea de árbol, con más o menos altura, más o menos hojas, pero se distingue
siempre un rasgo común: nadie dibujará las raíces, a pesar de ser el pilar
necesario que sujeta y alimenta al árbol. "Porque no se ve" se argumentará, justamente por
esto, porque no se ve, porque está más allá de lo físico, de lo que percibimos como
ciencia o ámbito científico no somos capaces tampoco de percibir ni comprender la
metafísica que constituye a juicio de Descartes la raíz del saber. El más allá de lo conocido, la fuente misma desde
la que comenzamos a pensar.
El fin de la metafísica tiene un
momento preciso, acontece con la muerte de Dios, aunque el trono que ocupaba es
rápidamente ocupado por la Razón, cartesiana, positivista y lógico analítica, que otorga la supremacía al cogito,
del que se derivan la identidad del yo, del Mundo, incluso de la debilitada esperanza
de un Dios ajeno y cada vez más lejano. El nihilismo en una de sus formas, la
que utiliza Nietzsche a martillazos, deshace a la vez la entidad de Dios, del
Mundo (y por tanto del lenguaje y del saber), y del yo. Freud se encargará de
asestarle su golpe de gracia al yo heredado del carro alado. Heidegger
consuma esta tarea de poner fin a la metafísica de la Identidad, labor que en Francia llevará a cabo Deleuze.
El árbol con Deleuze se convierte
en rizoma, en raíz que prolifera casi como un tumor cancerígeno, sin control, red que deja indeterminados los
elementos en beneficio de una meseta o un plano que pueblan dispersos. Paradojas del sentido común, no se conquista la libertad sino
al precio del león, es decir, al precio de sentirse solo, de conquistar un desierto,
que está fuera y dentro de nosotros. No se vuelve uno nómada sino al precio de
perderlo todo literalmente salvo el camino, y el encuentro, el robo y el don,
al modo en que Ulises viajara sin esperar Ítaca al final del viaje.
Para que el
niño Dionisos juegue a los dados, y nazca así el superhombre que juega a crear valores
nuevos, es preciso que justamente el león muera, y con él su memoria y sus
recuerdos, y sus proyectos, pues es preciso que lo antiguo muera para que lo
nuevo nazca, y crezca. Por ello este tiempo ya no es tiempo del yo, el
superhombre pertenece a Aion, y ya no a Cronos, en él el futuro es solo eterno
retorno en el que ni el yo ni las mismas cosas volverán. Este nombre equívoco
vale porque cifra el caos, la indiferencia, y la muerte, pues retornará otra vez lo
otro como una libertad para el fin de un mundo. No es el yo el que retorna, ni
peor, tampoco tú, y será preciso evitar abismarse en los ojos de la mujer que
amas y aprender a nadar a través de ellos hacia regiones desconocidas. Así tras
la casa destruida por el paso del tiempo, (por las pasiones volcánicas que
destruyen la porcelana, por los simulacros que se alzan contra toda idea de
bien y de amor y de hogar que quisimos levantar a pesar de la grieta que veíamos se rasgaba irreversible y evidente como toda vida y su proceso de demolición), no
se esconde el caos, sino otra idea del tiempo, síntesis de un tiempo para un
cuerpo sin imagen que es esa raíz metafísica, ese algo invisible, imprevisto e inaudito,
que es fin y principio de la nada, allí donde la nada se torna principio para
otro comienzo.
El tiempo que guía hacia el motor inmóvil atrae como la muerte.
Porque se desea la muerte, porque ella se vuelve nuestro deseo, la meta y el
fin de la vida, siempre que se tenga el coraje de escribir el nombre en el
cristal o en la arena, despreciando el buenismo y la esperanza, deshaciéndose del
bastón preedípico de la autoayuda y la religión, nicho para las supercherías, sabiéndonos sin raíces ni espesor, sin profundidad ni altura. Pero el coraje de soportar el vaho y la arena viene dado por la verdad del nihilismo que es la pura Idea del Mal. Último escalón a superar de
los hipócritas, la máscara final que reporta algo de consuelo tras el dolor de la nada, la
risa del nómada del ser que es la expresión de la cuarta persona del singular, o del valor
intemporal del infinitivo por el que no se deja de vivir o de amar nunca, allí donde tampoco se muere, como bajo una especie de eternidad.