Desde el principio Vila Matas es escritor aunque parezca mentira pues mantiene un pulso agónico contra el silencio o la página en
blanco ya desde la primera novela que no termina de tomar forma, sobre la que le pregunta
su casera Duras en París no se acaba nunca. Tampoco se libra del mal que afecta a quienes han escrito sólo una obra, bautizado por el mal de Montano, hasta finalmente en Bartleby
el escribiente o el doctor Pasavento donde encontramos que todo
gira en torno a un recorrido literario a través de
autores silenciados, o silenciosos, donde el propio autor parecería querer desaparecer y dejar de ser él mismo para acometer una vida silente. La escritura de Vila Matas está permanentemente en un juego de
oponerse a sí misma, de negarse su propia existencia, y en esa lucha encuentra
su propio sentido para ser. Deleuze y Guattari dirían que la escritura que es
máquina de producir mundos, máquina que traza líneas de fuga, de huida, en el
caso de Vilá Matas parece que funciona siempre averiada, funciona torpemente, y
en agónica lucha contra el silencio que la manda callar y apagarse. La máquina
de Vilá Matas ya no es la máquina del siglo XIX como una locomotora de Zola bella y fría, ni la máquina
deseante de Proust o Duchamp fértil,
sino la máquina del hombre del siglo XXI que ha heredado la frialdad de
Blanchot o Salinger, tanto como la
delicada endeblez de Walser o peor la de Melville
de Bartleby el escribiente. Es una máquina que preferiría no hacerlo, prefiere
no funcionar, y lo hace a duras penas, con la desgana de los programas que se
saben autodestructivos, con la desidia de los androides obsoletos de las
películas, la pereza heroica de las máquinas prestas a jubilarse.
Podríamos suponer en primer lugar que utiliza la escritura sobre el
silencio, como una huida, como una fuga del mundo para vivir otros mundos, para
producir líneas de fuga que hacen huir el mundo cotidiano. Y efectivamente en
su natal Barcelona de posguerra, retratatada admirablemente por Juan Marsé o
Terenci Moix, Vila Matas busca en el arte y por el arte, en los escritores y en
la literatura, una belleza y una grandeza que no encuentra como señala en le magazine littéraire de
Julio-Agosto de 2006: “La cour était
entourée d´immeubles gris, tristes constructions caractéristiques de l´epoque”.
Pero no sólo huye de la fealdad, también le repele de esa Barcelona su
cortedad de miras, su pobreza cultural, su miseria moral y mental que roza el
absurdo, la falta de horizonte, la falta de sentido. Ante todo lo cuál afirma
ya Vila Matas en Una casa para siempre
que “todas las penas pueden soportarse si se introducen en una historia o se
cuenta una historia acerca de ellas” (Vila Matas, 1988: 63). Así la escritura que
cuenta una historia se convierte en huida, fuga, en busca de la belleza y
también de otros horizontes donde encontrar consuelo, donde dar sentido a lo
que nos pasa, a los acontecimientos que vivimos. La literatura ofrece un sentido porque organiza lo
real en clave de verdad. En su última novela, el doctor Pasavento, describe desde un hotel en
París, el hotel Suéde en la Rue Vanneau, los inmuebles de la calle
que divisa desde la ventana, que no son grises ni tristes: la casa donde vivió
el escritor Bové, otra ocupada por la embajada siria, el palacio Matignon donde despacha el presidente y
sus bellos jardines traseros, un inmueble donde Marx residió y escribió el
manifiesto, etc. Todos los edificios que ve desde la ventana hablan, y hablan
un lenguaje que se entiende, que fascina, que encanta, lleno de belleza y de
sentido.
Es un lenguaje inteligible pues son signos que forman parte de un
mismo código, que sólo hay que relacionar con la sintaxis conveniente, que encajan perfectamente dando un sentido a todo
lo que se ve, la literatura desde la ventana de la Rue Vanneau. Así la cercanía de Matignon
y la casa Siria le lleva a crear
oblicuas relaciones que se revelan como significativas con los hechos
posteriores ocurridos en el Lïbano, en
los que juega un papel Marx, Bové y todos los que hagan falta. Así resultan
una fuente de sentido, cada una se convierte en un hito, una fuente de
información, un signo propicio de lo literario que organiza lo real como si
fuera verdad.
Podríamos decir que el problema del
repertorio del ventrílocuo es
que nos muestra a Periquín y a la bruja del garrote inertes, en un show que
muestra impúdico su propia decadencia, su único argumento es que no hay nada,
no hay vida animada ni ánimo para seguir haciendo más show, así los muñecos
están en silencio mientras grita pasen y vean. Pero no seamos tan
duros con Vila Matas. ¿Cómo hacer funcionar una máquina de ficción de la que ya nos
sabemos todos sus trucos? ¿Cómo encontrar el sentido en la literatura cuando
ante un auditorio tenemos que fingir que no fingimos que fingimos? ¿Cuándo los
autores de la ficción son a la vez los críticos y los doctores que diseccionan,
deconstruyen la misma ficción? ¿Por cuánto tiempo podemos montar y desmontar la
maquinita sin perder nada irreparable, sin perder la gracia y la atención como
la ranita de Rayuela tras la primera
moneda? Vila Matas crea su propia respuesta fijándose en autores que enmudecen, que callan o
casi callan, o dicen hablando que se callan, pues el ser humano animal político
tiene lenguaje, y el lenguaje le ata a los demás, a los otros y no es posible
callarnos ni fugarnos. Y si ya no es posible ni escapar, ni quedarnos
engañándonos por más tiempo, ni decir como H.
Miller que gran escritor es Dostoviesky, qué acontecimiento leer en
su novela todas las pasiones, amores y odios, y sentir que todo encaja, qué
entiendo el mundo, mi alma y a Dios, entonces Vila Matas busca mirarse en el
espejo de otros autores del silencio, que como él sienten el sinsentido en las
carnes de jugar un papel literario en la vida real, a la par que el propio
objeto literario se les cae ya de las manos, y deciden contar el fin, que el
juego ha terminado, game over, se
convierten en ángeles del Apocalipsis, en enterradores, mensajeros de malas
noticias. Vila Matas sí nos trae
la peste, la consigna de que esto se nos ha muerto, ya no tiene más sentido. Como
el teatro de marionetas, como construir una iglesia románica en pleno siglo
XXI.
Porque perdón por
la radicalidad, en verdad el programa o esta labor de escritor límite es más que de bufón
o ventrílocuo la de enterrador. Y le ha tocado nacer en esta Generación de
transición en la que estamos todos y en la que Vila Matas parece cumplir su papel a la perfección, dictar el acta
de defunción a todos los todavía miembros de tan selecto club. Se ha dicho que lo queda después del
hombre es el hombre, es su voluntad, su conatus
ciego que le insta a seguir, su afán de perseverar, sus pasiones, el amor o el
odio, amar u odiar los acontecimientos que vivimos, lo que nos pasa. O la
dignidad de estar a la altura de esos acontecimientos. Si lo pensamos bien, nos
dice Philip Roth, la obra de Kafka cuenta en cada novela esta
crónica: alguien es educado para aceptar que todo aquello que le parece
absolutamente injusto y fuera de lugar es de hecho lo que le está sucediendo.
Esto que está tan por debajo de nuestra dignidad resulta ser nuestro destino.
Es por tanto hacernos dignos de lo que nos pasa. Para Vila Matas ser digno de lo que pasa, de los acontecimientos, es ser
notario o testigo de este tiempo. Y no porque no fuera digno de otra cosa, pues
le sobra el talento, los recursos, el estilo, la cultura bibliográfica, la
ilusión con la que viajó a París y rentó un piso de Margaritte Duras y frecuentó los cafés y los lugares de tantos
escritores…
¿Tan sólo queda el humor cínico, o la
risa? Sí, dice Colli, “pero la risa es un espasmo expresivo. Los dados ya han
sido tirados y todavía giran: sin embargo, cuando se detengan, mostrarán algo
que no es un juego” (Colli, 1996: 270). Que es un acontecimiento. Sólo nos
queda vivir con dignidad lo que nos pasa, vivir el acontecimiento con Amor o
con Odio. Amar u odiar lo que nos pasa significa tomar distancia y ser capaces
de contraefectuar privadamente el acontecimiento como resistencia o como
sumisión. Vila Matas ha decidido amar a los autores que han asesinado su
escritura, que se han fugado de ella, videntes que huyen del barco que se hunde
como de la ciudad a punto de ser bombardeada.
Amar a esos autores que huyen no
es sumarse a la cobardía de las ratas que escapan, pues el peligro es en este
caso el ridículo de los epígonos, o quedar varado en la nada remando en el
desierto, como aquel soldado japonés que seguía defendiendo un islote del
pacífico treinta años después, sino celebrar las exequias en compañía de los
videntes de lo evidente, de los autores que han ido anunciando y efectuando o
contraefectuando esta muerte del libro ficción. Con la dignidad de estar a la
altura de lo que pasa, o de lo que ha pasado, del eventum. Bailando en los límites de la ficción.
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