CRÍTICA Y CLÍNICA



Dos principios o concepciones estéticas que guían las propuestas que Deleuze refiere a la escritura: la estética como teoría de la sensibilidad y la estética como clínica o como empresa de salud que libere el deseo creativo y trace líneas de fuga. Hay en los autores que gustan a Deleuze un aire común de fiesta o de feria a inaugurar, de tarde veraniega de sábado, de niño que avanza convirtiéndose en los objetos que ve. Se cifra en la grandeza de horizontes y en la necesidad de mezclar lo variado pero no sólo como acumulación sino como síntesis de elementos heterogéneos. Es la literatura del laberinto, o la escritura rizoma, o como la llama el propio Deleuze, la máquina literaria que busca nuevos sentidos en la conexión de elementos heterogéneos en la persecución de lo finito pero ilimitado. 


Estos dos principios estéticos deben ser puestos a la luz de los proyectos generales de la filosofía de Deleuze de los que derivan, la inversión de la filosofía kantiana y la relectura de Marx que realiza junto con Félix Guattari. El proyecto de invertir a Kant exige girar el embudo del tribunal de la razón kantiana que sometía la sensibilidad al sujeto racional para abrir la experiencia posible a la realidad bruta, antes de que la filtre las categorías de la razón, poniendo en el lado estrecho del cono al ser que se despliega en infinitud de diferencias como un carrusel que no cesa de girar. Así el yugo que somete la realidad a la representación de un sujeto que la juzga mediante su cuádruple tenaza de la identidad, semejanza, oposición y analogía, es destituido por los bailes de la diferencia creativa, por las canciones de la repetición, ante un sujeto ya liberado del peso de ser siempre él mismo bajo su palio. La relectura del materialismo de Marx pasa por describir el estado moderno y sus nuevos sistemas de aglutinamiento, la
doble pinza de los códigos y los territorios, y de señalar las líneas de resistencia y de fuga, las descodificaciones de los códigos mayores, las desterritorializaciones que hacen posible la apertura a nuevos espacios que ocupar. Aquí se inserta el gusto de Deleuze por los libros que hablan en una lengua única, Roussel, Brisset, una especie de lengua extranjera dentro de la lengua mayor, que amplía el campo de expresión, que traspasa los límites del lenguaje, como Artaud, Michaux, Melville o Cocteau, a la caza de la ballena o de la palabra original.


En todo caso una línea general, un hilo lógico une las páginas de la obra deleuziana, es una especie de intelección antihegeliana que sobrevuela todo, pues invertir a Kant, recalificar a Marx, es sobre todo negar a Hegel, arrancar el pensamiento político y estético del delirio del espíritu subjetivo, de su demencial sistema totalizador que todo lo racionaliza para dominar y aplastar bajo su bota, de su punto final al que supuestamente la Historia camina, la paz romana del Estado de control total del Leviatán. Contra todo ello Deleuze convoca lo mejor del pensamiento nietzscheano y asiste a su alienación en estos dos principios estéticos que bien podríamos haber definido como el manifiesto de una estética contra Hegel, pues le permiten deconstruir o superar las tesis del filósofo de Weimar: el sujeto histórico se fractura en los viajes y en los recuerdos, su lugar de llegada no es sino otra partida para la experiencia y el goce, el tiempo se repite en nuestra memoria, el devenir del hombre es abierto y múltiple frente al final de la historia, la libertad del viajero o del navegante frente al triunfo de las banderas inmóviles del sistema y del estado. La guerra contra Hegel es la denuncia de un modelo absoluto que imperó hasta el absurdo en la segunda mitad del siglo pasado, pero que ha demostrado suficientemente su esterilidad y deficiencia, y del que conviene librarnos de casi todo su bagaje, sobre todo tanto de la identidad del Sujeto y su Verdad histórica como de la conciencia infeliz, a riesgo de que transmutado lo mantengamos en nuestras crónicas cotidianas pues para olvidar la tragedia que extendió la dialéctica hegeliana será preciso reafirmar la inocencia alegre del devenir, el lanzamiento de dados de la diferencia sobre el plano inmanente de una vida.


Deleuze no es un filósofo al uso que reparta en áreas autónomas e incomunicadas lo estético, lo social, o el conocimiento, y ello porque su designio es preguntarse sobre el devenir de la vida, sobre lo que esclaviza a los hombres, scientia mirabilis. La filosofía de Deleuze es acaso, como el propio autor señaló en su estudio sobre el cine la imagen-tiempo (Minuit, 1985, ed. Española: Paidós, 1994) teoría de los conceptos que suscitan el arte, que son también sin duda los que suscitan y provocan el pensamiento mismo. Si como afirmó Foucault pensar es azar, teatro, y perversión, entonces, en trance alrededor de la hoguera, un golpe hace resonar ese concepto fortuito que revierte la escena familiar, y entonces surge el pensar y la inspiración desde donde cabe esperar una obra digna de admirar. Y es esa chispa fulgurante la que hace a Deleuze ensamblar el devenir del río de Heráclito con la esfera del ser parmenídeo, bodas contra natura, o tratar de tender puentes entre las soledades de Spinoza y Nietzsche, siguiendo la delgadísima línea que serpentea entre el exceso de la razón y el defecto de la irracionalidad vital. Siempre creyó que sólo le faltaba al ser spinozista que girara con todos sus modos a través del eterno retorno nietzscheano para que así una escritura impersonal surgiera, dejándose invadir por lo esencial, y así bajo la furia de los hegelianos y sus tristes epígonos impartir esta lección nómada, el deseo de ser múltiple y otro, de no encerrar al hombre en lo triste y en lo conocido. Todas estas lecciones serán válidas para el siglo que olvidó las falsas transformaciones de la dialéctica, aunque quizás haya perdido también el hilo de Ariadna que conduce al centro del laberinto, frente a frente a los ojos del minotauro. Encontrar ese hilo sería el lema del siglo que se ha de repetir durante años, un hilo que nos empuja hacia delante y nos enfrenta a nosotros mismos con nuestro desconocido devenir. Seremos más fuertes si somos capaces de transformarnos en otra cosa, igual que Deleuze, en el eterno retorno de unas tesis que ya son de todos, que ya forman parte del andamiaje de nuestra cultura.

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