LA ESTÉTICA DE DELEUZE


Deleuze recorre el camino que traza Kant pero da un paso más: la estética no sólo exige introducir el concepto en un espacio y tiempo vitales, sino que es preciso que el mismo sujeto se fracture en el tiempo y en el espacio. No un personaje en su espacio-tiempo, sino el espacio-tiempo en su (s) personaje(s), tiempos y espacios que arrastran a los personajes pues representan afectos exteriores y devenires internos del sujeto. Es preciso invertir a Kant y su embudo para que en la cima o corona se sitúe el ser espacio-tiempo, no el personaje. No podemos contentarnos con menos, debemos reflejar el mundo que vivimos, no a los personajes ilustres en su mundo. Einstein ha relativizado el tiempo, la ciudad barroca de Leibniz se rompe en beneficio de las perspectivas de los sujetos que la observan y sienten, la realidad se rompe en múltiples bloques de espacio-tiempo, pues el lema estético en Deleuze ya no es la relatividad de la verdad sino la verdad de lo relativo, no los puntos de vista de cada sujeto, sino la multiplicidad de sujetos y ciudades que se manifiestan como bloques sensoriales de espacios y tiempos. Y lo que importa es esa relación del sujeto con lo otro en un escenario que no es uniforme como hubiera presumido Descartes o Galileo. Ahora el espacio exterior es también interno al sujeto puesto que es lugar de encuentro con lo otro, con lo que (nos) acontece, y ello supone afectos que nos cambian, que nos transforman, que nos hacen salir de nosotros mismos, fuera o al margen de nuestros proyectos egoístas de a diario. A la vez que lo interior es exterior al yo en la videncia de un yo que es otro, que es múltiple en sus recuerdos, en sus múltiples personajes que ha sido y que se convocan como fantasmas ante la visión de una persona conocida o de un rincón cargado de connotaciones.

Estaríamos sin más delineando de un modo particular y nuevo la novela de formación o de aprendizaje goetheana, o incluso la novela picaresca con la evolución de los personajes pícaros a partir de los afectos o desafectos que van sufriendo, pero a su vez estaríamos ahora definiendo de un modo lógico la exuberante extravagancia del arte del fin del siglo XX que ha dado prodigiosos ejemplos de estos viajes alucinados, de estas metamorfosis insólitas. El beso en el que Klimt liga dos cuerpos que se oponen y se funden parcialmente, o el grito de Munch en el que es reversible el par dentro-fuera, expresión-expresado, el devenir de Gregor por los afectos de las presiones familiares en kafka, la videncia de Proust de un Combray que el sabor de la magdalena actualiza al repetirse en la memoria y dar a luz a otro Combray no menos real. Son perceptos y afectos, conjuntos de sensaciones que el artista es capaz de capturar y retener en su obra, de los que en verdad no faltan ejemplos en nuestro desván de libros, canciones o películas favoritos, que quizás la literatura o el cine actual tienden a olvidar en beneficio de unos personajes planos que operan en un tiempo y espacio de mero decorado a veces histórico o pseudo-místico. 

La mayor parte de los trabajos de Deleuze se explicarían pues desde esta defensa de una nueva teoría estética que trata de ponerse a la altura de unos tiempos de creación nerviosa y agitada, en los que el artista quiso abrir las puertas de la percepción a lo insólito, a lo novedoso, a esa belleza terrible que aún podemos soportar, pero que nos sacude por dentro y nos arroja fuera de nosotros a lo sublime tal y como ya señalara Kant, o al influjo de signos extraños por los que los personajes sufren una caída o un encuentro en el límite que los lanza hacia otra cosa. Deleuze testimonia los logros, da cuenta de sus artistas favoritos, aplica estos principios al cine para crear una categorización inédita en las imágenes y en los montajes globales, pero también da cuenta con dolor de los errores, de los agujeros negros en los que el artista se precipita, de la ceguera que produce mirar al caos frente a frente. Y ciertamente desde la distancia podemos comprobar ahora en el balance de aquellos años que posiblemente fueron superiores los intentos fallidos, la experimentación con lo absurdo y lo banal, o las relaciones peligrosas que muchos autores mantuvieron con las drogas, o finalmente la locura y el suicidio. El precio que pagó esta generación fue inmenso, como lo muestran las muertes de los propios Foucault o Deleuze, y difícilmente podrá caer en el olvido esta lección que es sin duda la más imponente, la más perenne, la paradoja de la fragilidad efímera desde la que se pretendía pensar o crear lo eterno. 

Y quizás por ello ante la necesidad de dar cuenta de tanto, tanto desastre, Deleuze realiza un giro en su trayectoria en la década de los setenta, lo que se hace posible gracias al encuentro con el heterodoxo psicoanalista Félix Guattari. Ahora ambos intentan insuflar al pensamiento del médico vienés Sigmund Freud un soplo del vitalismo crítico que se hallaba en el nietzscheanismo de los jóvenes estudiantes del mayo francés. En cierto modo el enemigo es el mismo, lo que denuncia la revuelta estudiantil son la falta de imaginación, el aburrimiento, el ansia de experimentar nuevos preceptos y afectos que la poética y la política tradicionales ni contemplaban, saturados de la autocomplacencia de sus líderes. Freud era la justificación de un batallón de psicoanalistas para someter el deseo, la vida, la creación estética, a una representación familiar y edípica por la que el deseo quedaba reducido a una inclinación erótica y vergonzante por los padres, la vida a una angustia por la castración, la libido a la efusión del instinto de muerte, la obra de arte a la repetición de una historia neurótica y edípica. Guattari se había alejado de Lacan a quien culpaba de esta pobreza de miras y el resultado del trabajo a medias con Deleuze, el primer volumen de Capitalismo y Esquizofrenia, asienta las bases de una psiquiatría materialista que expone consecuentemente que el inconsciente no se reprime en un teatro familiar sino que es Eros que impulsa y crea, máquina o factoría dionisíaca que produce y transforma, energía que da vida. El deseo es libre, huérfano, asexuado, y más intenso cuanto más capaz es de transformarse, de metamorfosis, no de encerrarse en una representación personal o en el triángulo de Edipo. En este escenario Deleuze otorga un papel decisivo a la estética partiendo de la idea nietzscheana de que nunca hubo arte sino tan sólo medicina. El artista es, dicen Deleuze y Guattari, médico de la civilización, y es su misión ponerse la bata blanca y el estetoscopio para así evaluar los síntomas neuróticos que se manifiestan en los cuerpos sociales. Por otro lado el crítico debe enfrentarse a la obra literaria como si ésta fuera el aire cargado que expulsa el enfermo que debe ser analizado para diagnosticar la enfermedad, en verdad para buscar el farmacon o la medicina que cure a una sociedad enferma. 

El diagnóstico de Deleuze no ofrece dudas y nos revela a una sociedad sin apetito, adormecida, embrutecida por la banalidad que difunden los medios, el mal del siglo ya no es sólo el tedio o el aburrimiento, sino el deseo encerrado en las salas de consulta, la desesperada búsqueda pueril por encontrar un padre que nos redima de la culpa y la angustia ante la vida y la libertad, pero existen eso sí excepciones culturales, notables ejercicios salvadores, obras escritas como empresas de salud, y aquí en el canon de Deleuze compuesto de sus obsesiones personales, de sus lecturas más reparadoras, aparecerán desde un casi desconocido Sacher Masoch, donde fulgura el masoquismo como una deriva de la imaginación redentora, hasta la novela norteamericana de Scott Fitzgerald, Henry James, o Melville (también la pintura de F. Bacon o Klimt, y el talento cinematográfico de Orson Welles). En estos autores Deleuze encuentra una medicina que cura del aburrimiento y del miedo, son autores que no hunden a sus personajes ni los “hacen rebotar contra la pared”, son obras que no conciben sólo viajes organizados sino al contrario surcan los océanos en compañía del capitán Achab de Melville, o viajan a los mares del sur como Malcolm Lowry. Son autores excesivos que sin duda traspasaron los límites huyendo como Bartleby de la escritura de encargo, que persiguieron líneas de fuga por territorios donde se alimentan las pasiones con toda la fuerza de lo virtual y potencial como despensa de lo posible. 

Pero frente a estas líneas de fuga que trazan nuevos espacios, existe también para Deleuze una literatura creadora de otros códigos, que conquista nuevos territorios pero mediante otro procedimiento, sin moverse del sillón, dentro del lenguaje mismo, a costa de romper o de plegar el lenguaje mismo. Es una especie de escritura que Deleuze testimonia se da en autores que escriben dentro de una lengua que les es extraña, que les es extranjera, lo que les permite, al modo del sofista, dominar sin prejuicios su discurso que se tiende hacia fuera hasta romperse, casi hasta generar un idioma nuevo. El alemán en el que escribe Kafka, por ejemplo, pero también el inglés de Withmann en su inspiración feroz, se convierten en dialecto extranjero dentro de su propia lengua, como un atajo o una emboscada para acercarse a la semántica y a la sintaxis con una potencialidad nueva capaz de arrancar nuevos sentidos. 

Hay en todo caso, en estos autores que gustan a Deleuze un aire común de fiesta o de feria a inaugurar, de tarde veraniega de sábado, de niño que avanza convirtiéndose en los objetos que ve. Se cifra en la grandeza de horizontes de temas y paisajes y en la necesidad de mezclar lo variado pero no sólo como acumulación sino como síntesis de elementos heterogéneos. Es la literatura del laberinto, o la escritura rizoma, o como llama el propio Deleuze, la máquina literaria, que busca nuevos sentidos en la conexión de elementos heterogéneos (1988: 334) en la persecución de lo finito pero ilimitado. Y es aquí donde se reconoce al Deleuze más futurista o posmoderno, es aquí donde cabe volver al principio de nuestros pasos y preguntarnos sobre el vigor y la actualidad del discurso deleuziano. Este modelo rizoma que soñó Deleuze de proliferación fértil de elementos, de síntesis de heterogéneos, de juntar materiales diferentes para crear una obra rica, con más recursos cuanto más abarque y ocupe, en espacio y tiempo, es de actualidad en la red, y en las nuevas tecnologías, en los nuevos soportes como el hipertexto electrónico, esa forma no lineal de escritura, ese texto que se ramifica y permite muchas vías o caminos de lectura organizado en una red de nudos que están conectados por links o enlaces. Por todo ello la estructura del hipertexto obliga a que cada lector o buscador cree su propio itinerario de lectura, su viaje nómada in progress por el laberinto que él mismo teje. De este modo recorrer un hipertexto es ir siempre a la deriva, o vivir el espacio y el tiempo propios e irrepetibles de cada itinerario en la intensidad variable de cada momento, y en la extensión nunca dada de antemano de cada camino. Así se produce la superación del tiempo y del espacio como marcos o formas vacías de un escenario donde se representan de una forma secuencial los fenómenos de lo real. Nuevos espacios virtuales, un tiempo que se multiplica, parece que estemos ante la profecía de Deleuze. Es él quién nos habla diez años antes del caminar del extranjero en el laberinto rizomático de la lengua que habla y escribe. Y es ahora el internauta quién configura su propio espacio-tiempo actual, su propio pasear y mirar el mundo a través de esta infinita biblioteca accesible desde cada terminal de ordenador desde donde cada uno puede construir su máquina de diferencias, su propio diario de información, su propio blog trufado de todo lo heterogéneo y dispar que pueda ocurrirse. Y ello representa un golpe de efecto sin duda para la terminología deleuziana de Mil Mesetas, primer gran hiperensayo, representa sin duda la continuación de una apuesta que Deleuze cifró en la diferencia, en la creación de sentidos en un modelo finito pero ilimitado que ahora se recorre sobre la superficie de la pantalla. 

En resumen, hemos visto dos principios o concepciones estéticas que guían las propuestas que Deleuze refiere a la escritura: la estética como teoría de la sensibilidad y la estética como clínica o como empresa de salud que libere el deseo creativo y trace líneas de fuga. Estos dos principios estéticos deben ser puestos a la luz de los proyectos generales de la filosofía de Deleuze de los que derivan, la inversión de la filosofía kantiana y la relectura de Marx que realiza junto con Felix Guattari. 

El proyecto de invertir a Kant exige girar el embudo del tribunal de la razón kantiana que sometía la sensibilidad al sujeto racional para abrir la experiencia posible a la realidad bruta, antes de que la filtre las categorías de la razón, poniendo en el lado estrecho del cono al ser que se despliega en infinitud de diferencias como un carrusel que no cesa de girar. Así el yugo que somete la realidad a la representación de un sujeto que la juzga mediante su cuádruple tenaza de la identidad, semejanza, oposición y analogía, es destituido por los bailes de la diferencia creativa, por las canciones de la repetición, ante un sujeto ya liberado del peso de ser siempre él mismo bajo su palio. La relectura del materialismo de Marx pasa por describir el estado moderno y sus nuevos sistemas de aglutinamiento, la doble pinza de los códigos y los territorios, y de señalar las líneas de resistencia y de fuga, las descodificaciones de los códigos mayores, las desterritorializaciones que hacen posible la apertura a nuevos espacios que ocupar. Aquí se inserta el gusto de Deleuze por los libros que hablan en una lengua única, Roussel, Brisset, una especie de lengua extranjera dentro de la lengua mayor, que amplía el campo de expresión, que traspasa los límites del lenguaje, como Artaud, Michaux, Melville o Cocteau, a la caza de la ballena o de la palabra original. 

En todo caso una línea general, un hilo lógico une las páginas de la obra deleuziana, es una especie de intelección antihegeliana que sobrevuela todo, pues invertir a Kant, recalificar a Marx, es sobre todo negar a Hegel, arrancar el pensamiento político y estético del delirio del espíritu subjetivo, de su demencial sistema totalizador que todo lo racionaliza para dominar y aplastar bajo su bota, de su punto final al que supuestamente la Historia camina, la paz romana del Estado de control total Leviatán. Por ello Deleuze convoca lo mejor del pensamiento nietzscheano y asiste a su alienación en estos dos principios estéticos que bien podríamos haber definido como el manifiesto de una estética contra Hegel, pues le permiten deconstruir o superar las tesis del filósofo de Weimar: el sujeto histórico se fractura en los viajes y en los recuerdos, su lugar de llegada no es sino otra partida para la experiencia y el goce, el tiempo se repite en nuestra memoria, el devenir del hombre es abierto y múltiple frente al final de la historia, la libertad del viajero o del navegante frente al triunfo de las banderas inmóviles del sistema y del estado. La guerra contra Hegel es la denuncia de un modelo absoluto que imperó hasta el absurdo en la segunda mitad del siglo pasado, pero que ha demostrado suficientemente su esterilidad y deficiencia, y del que conviene librarnos de todo su bagaje, sobre todo tanto de la identidad del Sujeto y su Verdad histórica como de la conciencia infeliz, a riesgo de que transmutado lo mantengamos en nuestras crónicas cotidianas pues para olvidar finalmente la tragedia que extendió la dialéctica hegeliana será preciso reafirmar la inocencia alegre del devenir, el lanzamiento de dados de la diferencia sobre el plano inmanente de una vida. 

Deleuze no reparte en áreas autónomas e incomunicadas lo estético, lo social, o el conocimiento, y ello porque su designio es preguntarse sobre el devenir de la vida, sobre lo que esclaviza a los hombres, y no existen doctores específicos ni ciencias fragmentadas para contestar tales preguntas. La filosofía de Deleuze es acaso como el propio autor señaló (1987: 370) teoría de los conceptos que suscitan el arte, la poesía, que son también sin duda los que suscitan y provocan el pensamiento mismo. Si como afirmó Foucault, pensar es azar, teatro, y perversión, entonces, como en un trance alrededor de la hoguera, resuena ese concepto fortuito que revierte la escena familiar, tras todo el trabajo de las sensaciones, y entonces surge el pensar y la inspiración desde donde cabe esperar una obra digna de admirar. Pero además Deleuze con su inocencia proteica se imaginó la síntesis del devenir de Heráclito con la unidad del ser parmenídeo, bodas contra natura, o trató de tender puentes entre dos ríos desbocados o dos soledades, Spinoza y Nietzsche, persiguiendo siempre la delgadísima línea que serpentea entre el exceso de la razón y el defecto de la irracionalidad vital. Siempre creyó que sólo le faltaba al ser spinozista que girara con todos sus modos a través del eterno retorno nietzscheano para que así una escritura impersonal surgiera, dejándose invadir por lo esencial, mientras entre la furia de los hegelianos y sus tristes epígonos Deleuze impartiría la lección nómada, el deseo de ser múltiple y otro, de no encerrar al hombre en lo triste y en lo conocido. Y todas estas lecciones serán válidas para el siglo que olvidó definitivamente las falsas transformaciones, aunque quizás haya perdido también el hilo que sujetaba Ariadna, el que nos conduce al centro del laberinto, frente a frente al minotauro. Encontrar ese hilo sería el lema del siglo que se ha de repetir durante años, un hilo que nos empuja hacia delante, que nos enfrenta a nosotros mismos con nuestro desconocido devenir. Seremos más fuertes si somos capaces de transformarnos en otra cosa, igual que Deleuze, en el eterno retorno de unas tesis que ya son de todos, que ya forman parte del andamiaje de nuestra cultura. 

Como afirma Deleuze: “Croire au monde, c´est aussi bien susciter des événements même petits qui échappent au contrôle ou faire naître de nouveaux espaces-temps. Il faut à la fois création et peuple” (Deleuze, 1990; 239). 

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